miércoles, 6 de diciembre de 2017

El sacrificio (segundo fragmento)

3

Mi padre tenía dos años en la historia de este capítulo. Él era un jardín en que todos disfrutaban caminar entre los aromas de sus flores. Cierto era que algunos se cansaban antes que otros, evidentemente me refiero a parientes lejanos o a los amigos de los padres de mi padre. Lo que no era lógico era la actitud de Nico, que podía dejar al niño solo jugando en el comedor mientras él escribía.
Sucedió que, de haber paseado esa tarde por el jardín, se habría percatado de que había un fango de excrementos. Estaba tan concentrado construyendo su choza literaria que ni olía la peste. Daniel se tocaba, el escritor lo miraba, sonreía y seguía con lo suyo. El niño empezó a chillar «caca», pero ni de esa forma llamó la atención de su progenitor. Al final se distrajo con una revista que había en el sofá.
La revista fue víctima del abordaje infantil, sus hojas fueron destripadas. Mi abuelo estaba relajado, en ocasiones los que sufrían esos asaltos eran sus libros. Alguno acabó moribundo, condenado al reciclaje con la promesa de que las hojas sí que se reencarnaban.
Mi abuela llegó una hora y media después. Nada más entrar en el jardín olió la zona contaminada. Se tomó con buen humor el nuevo despiste del escritor:
—¡Eres un capullo de mierda! Tu hijo está cagado y tú ni te has enterado.
—¿Cómo?
—¡Encima lo dices sorprendido!
—Bueno, lo siento…
—No tienes excusa.
—No…
Patricia cambió al niño, que reía a pesar de la sequedad del excremento.
—Papá es tonto —le decía al niño, el cual no paraba de reír.
—No le digas eso, luego me dirá que soy tonto cuando sea mayor.
—Pues no seas tonto… Vaya.
—¿Qué? —preguntó en un tono serio para hacer ver que era responsable.
—Ve a por toallitas, se han acabado.
—Ahora mismo.
En el momento en que se fue, la abuela vio su revista rota en mil pedazos, no era un asunto sin importancia para ella. Era una revista del laboratorio. Hacía una semana que había vuelto a trabajar.
—¡Nico! ¡Nico!
—¿Qué pasa? —Vino con las toallitas.
—El niño ha roto la revista, sabes que era importante para mí. Era para actualizarme en el trabajo.
—Seguro que hay más. Coge otra.
—Hay pocas, era la última que quedaba. ¡Es increíble! Solo piensas en ti. ¡Qué coja uno de tus libros!
—Ya ha roto unos cuantos.
—Sí, pero tú has comprado más.
—Bueno…
—¿Qué?
—Patricia, ahora empezarás con que hay demasiados libros en el piso.
—Parece una biblioteca en vez de un hogar. Tienes libros en tu despacho, en el comedor, en nuestra habitación, en la cocina e incluso en el lavabo.
—Sí, son nuestros tesoros.
—No puede ser, tienes que dejar de comprar libros.
—No es justo, no es bueno para Dani, qué ejemplo más malo le damos.
—Yo soy aficionada a leer…
—Lo mío no es una afición, es una pasión.
—Déjame acabar, Nico. —Él estuvo a punto de abrir la boca, pero desistió al ver la mirada iracunda de Patricia y la dejó hablar—. Yo estoy a favor de la lectura, no cabe duda. Pero tenemos que deshacernos de unos cuantos, porque hoy en día no nos hacen falta. Podemos donarlos a la biblioteca, tú puedes seguir leyendo. Allí están todos los grandes autores, sean clásicos o actuales.
—¿Y Dani?
—Dani tendrá sus libros, pero los tuyos no son para un niño. Cuando los pueda leer quizá ya estén tan amarillos que le resulte imposibe.
—Yo los cuido bien, Patricia.
—Déjame terminar. Además, para todos es mejor ir a la biblioteca: para el niño porque allí hacen talleres de lectura y para nosotros porque podemos pasear sin la tentación peligrosa que tú tienes en una librería.
—¿A qué te refieres?
—A comprarlos todos, Nico.
—Todos los que me gustan.
—Piénsalo, te dejo unos días.
Estuvo varios días dándole vueltas como le pidió la abuela. Tuvo la genial idea de demostrarle que sí podían tener esos libros y más. Visitó varias tiendas de muebles buscando la librería ideal, que ocupara poco espacio y almacenara centenares de libros. Encontró productos de alta calidad, pero por un alto precio, pensó que a Patricia no le haría mucha gracia. Incluso el propio Nico entendió que el piso ya estaba saturado de libros. Quizás una alternativa sería alicatar el suelo con ellos. Pero descartó esa idea de inmediato.
Fue a la guardería a buscar al niño. Llevaba tres meses y medio apuntado para que se adaptara a su nueva vida antes de que Patricia trabajara de nuevo. Volvieron a casa. En honor a la verdad, o a los recuerdos, mi abuelo estaba animado con su hijo, jugaron en el piso e incluso le dejó tocar sus libros. Mi padre los cogía y los tiraba, cuando los iba a romper era frenado por el hombre que los había leído con tanto cariño.
Entonces, tuvo un despropósito. Organizó la librería, sacó los libros. Los apiló en el escritorio, en la silla, en el suelo y casi en el mundo de las ideas. Su intención era reubicarlos para ganar espacio, incluso tal vez alguno acabaría desterrado. Algunos no superaron las pruebas del abuelo, aunque fueron muy pocos.
Tuvo que parar con la gestión, Daniel estuvo a punto de romper una de sus novelas favoritas. Se fueron al comedor para que el niño jugara con sus juguetes, pero a él le apetecía destruir más páginas de literatura. Insistía en volver al despacho, pero lo engañó con el mando de la televisión, cambiar de canal era un vicio, aunque más vicio era tirarlo. Al segundo lanzamiento, el abuelo le quitó el aparato y lo dejó en su despacho, en el escritorio.
Patricia regresó a casa, se alegró de ver a padre e hijo jugando. Las últimas semanas reconocía para sí misma que Nico había espabilado algo. Él tenía todas las tardes libres, recogía a Dani a las cuatro de la tarde, le daba de merendar fruta, que la trituraba lo mejor que podía. Luego, lo habitual era ir al parque hasta las seis de la tarde, era invierno y hacía frío. El día del que escribo no fueron al parque porque Daniel tenía congestionada la nariz.
En casa el escritor ya intentaba escribir. Alguna vez lo había conseguido dando a Dani el teléfono móvil como entretenimiento gracias al YouTube. Ya le había sorprendido alguna vez cuando llegaba a casa sobre las seis y media de la tarde. A partir de ese momento, ella se encargaba de bañar al bebé y darle de cenar. Aparte de cocinar para ella y el artista, este sí que fregaba los platos. Todavía tenía margen para mejorar.
Se duchó, se sentó en el sofá, estaba cansada y no le apetecía pensar mucho, perfecto para ver la televisión mientras los niños de la casa jugaban. No vio por el comedor el mando de la televisión. Le preguntó a su marido dónde estaba y se fue al despacho cuando escuchó que estaba allí. No encendió la luz, no sabía del desorden de la habitación, colisionó con una fila de libros más dura que una columna de cualquier orden.
—¡Ah!
—¿Qué pasa? —Nico se fue corriendo al despacho consciente de la causa del grito.
—Has sacado todos los libros.
—Sí —le explicó su idea mientras ella seguía tumbada quejándose. Daniel chocaba contra las filas como un autochoque—. Tendrías que haber encendido la luz.
—Tendrías que habérmelo dicho.
—Sí. Perdón, Patricia.
—Siempre pides perdón y luego no lo arreglas. Tienes que cambiar y dejar de pedir tanto perdón, porque las disculpas se vuelven estériles.
—Qué poética te has vuelto. —Intentó desviar el tema con esta nota de humor.
—¡Una mierda, Nico! Ayúdame a levantarme y enciende la luz. —Así lo hizo, una vez de pie y con la luz encendida, miró el despacho—. Querías demostrarme que me equivocaba, mira, no puedes ganar más espacio, es imposible.
—Sí, tienes razón. Lo he intentado, pero no he podido.
—¿Vas a hacerme caso?
—He elegido unos libros para tirar.
—Dime cuáles son. —Patricia, al ver que solo eran seis, se echó las manos a la cabeza—. Es increíble, con seis libros no arreglamos nada.
—No puedo deshacerme de los demás.
—No quieres.
—No puedo.
—Ya está bien, estoy harta.
Patricia se fue al comedor con su hijo. El abuelo, al ver la seriedad del asunto, intentó hablar con ella, pero no le hizo caso, parece ser que estaba enojada. Ya hacía tiempo que no tenía la paciencia de tiempos anteriores, Nico era consciente de ello.
—No compraré más libros —dijo Nico hablando rápido, porque ni él mismo se creía lo que decía.
—¿Qué?
—Acepto tu propuesta.
—¿No vas a tirar algunos?
—Bueno, haré algo que no soporto, Patricia.
—Habla, toda la rapidez con que has iniciado la conversación se ha evaporado.
—Me trago el orgullo. ¿Puedes esperar un momento? —Calló unos segundos, ya que iba a expresar una herejía. Lo dijo con un tono cargado de victimismo—. Compraré un libro electrónico.
—¡Sí! —gritó de alegría. Se lo había propuesto varias veces y él siempre se negaba, porque le gustaba escribir encima de los libros, reescribirlos—. Ya verás como también puedes anotar encima de un libro digital, es como escribir en el móvil.
—Sí, la misma sensación.
—Capto tu ironía, Nico, aunque bien que escribes notas o frases en la aplicación del móvil. Sé lo que dices por tu mirada triste, no es lo mismo escribir una buena frase que todo un párrafo de reflexiones. Te lo agradezco, de verdad. Cuando duerma al niño vamos a descartar a tus autores menos queridos.
—Sobra el cachondeo.
—No lo he dicho con intención de burla, perdona si te he ofendido.
—No pasa nada.
El abuelo tuvo que condenar a treinta escritores y escritoras bajo la atenta mirada inquisitoria de su esposa. Al día siguiente, ella los llevó a una librería de segunda mano, que pagaba ni más ni menos que veinte céntimos por libro. No exagero si escribo que solucionaron esa tarde la vida de sus tres generaciones siguientes. No los llevó a la biblioteca porque eran demasiadas novelas, o poesías, o lo que fueran. Hay que reconocer que bastante peso llevó la mujer, fue cargada con dos cajas enormes, que la arrastraba con un carrito de carga. El abuelo se quedó en casa con mi padre, no quiso presenciar el crimen.
Mi abuelo nos contó lo mal que lo pasó a mi hermano pequeño y a mí unas mil veces. Pobre hombre, suerte que también conozco la versión de la abuela, aunque ella solo la contó unas cien veces. Mi padre, cuando el suyo nos contaba la historia, se iba, no quería saber nada de ese episodio.
Recuerdo una tarde en la que el abuelo nos cuidaba. Nos trajo chocolate para comer y nos leyó unos cuentos infantiles. En la mitad de uno de ellos se paró, era un recuerdo que le picó como un alacrán. El dolor le desenfocó de la realidad, parecía que se estaba mareando. Yo era el mayor y era consciente de que no se encontraba bien, mi hermano reía pensado que era una broma del yayo.
Asustado, lo cogí del brazo, estaba a punto de llorar. Le pregunté si se encontraba bien, tardó unos segundos en responder, pero dijo que sí. Simplemente era que esa historia le recordaba a un episodio de su vida.
Nos estaba leyendo una versión infantil de El Quijote, cuando el cura y el barbero están quemando los libros de caballerías de nuestro gran protagonista, el capítulo seis en la versión adulta. El anciano se sintió identificado. Yo le pregunté si sus libros descartados eran tan malos como los de caballerías y mi pregunta le arrancó una sonrisa.
Mi hermano Agustín, inocentemente, preguntó si se deshizo de El Quijote. El yayo se indignó ante tal pregunta. Tirar la novela de novelas era como dejar de respirar, como dejar de comer, como dejar de beber agua, como dejar de caminar y estar siempre sentado, era un sinsentido total. Agustín pidió disculpas al ver la seriedad de su yayo, este se arrepintió de la respuesta y consoló a su nieto más pequeño.
A partir de ese momento, nos contaría la historia en un millón de ocasiones, aunque cueste de creer antes me he quedado corto. A Agustín y a mí, de tanto escuchar la historia, nos picó la curiosidad y, cosa de niños, le preguntamos a la abuela sobre lo sucedido. Ella nos explicó que sí, pero no, que sí, pero falta la segunda parte, la cual se leerá en el siguiente capítulo.

4

Habían volado otros seis meses. Nico estaba en el metro con su amigo Sergio, escritor que empezaba a ganarse la vida con su prosa. Sin duda, era una amistad interesada por parte de Nico, para que Sergio hablara bien de él a su editor. En los últimos dos años, Nico había conocido a muchos colegas, como se ha comentado en el primer capítulo, sobre todo aficionados como él, aficionados en el sentido de que no se ganaban la vida escribiendo para que no se retuerza el abuelo en su tumba.
Tuvo buen ojo para conocer a la gente adecuada. La parte negativa fue que ellos, en cuanto vieron lo pesado que era, le daban largas. Nico era ligero en su sociabilidad literaria. No se andaba con rodeos y al segundo día de conocer a alguien le pedía el favor: enseñar su prosa a su agente literario. Obviamente se negaba, todavía no lo conocían. Dicha experiencia le hizo entender que no podía acelerar tanto sus relaciones amistosas.
Así, en los últimos meses, consiguió su propósito, maduró las amistades. Iba a las presentaciones de sus novelas o los acompañaba adonde fueran. Consiguió que dos personas enviaran su última novela escrita a sus editores y a sus agentes, y ambos rechazaron el trabajo del abuelo. Estas dos amistades le explicaron que todavía no estaba preparado para publicar, y no le hizo gracia escuchar sus opiniones. No rompió la amistad, pero tampoco las trabajó con la misma intensidad de tiempos anteriores.
Sergio era uno de los pocos artistas aficionados que le cayó bien, escribían con un mismo estilo y leían los mismos autores. Era el único escritor que le había aguantado tanto tiempo, o viceversa. En ese momento en que por fin publicaba su novela renació la esperanza del abuelo. Ahí estaba él, criticando a sus antiguos colegas y alabando a Sergio:
—Yo no creo que a los editores no les gustara mi obra, Sergio. Lo que pasa es que leyeron mi novela y no soportaron la idea de entregar algo que daba mil vueltas a las suyas. Yo no entiendo cómo ellos han podido publicar, no entiendo cómo publican tantos que no se lo merecen.
—No puedo imaginarme que ellos hicieran eso, Nico. Los conozco, son buena gente. Estás dolido, es lógico, tenías muchas esperanzas.
—Sí, pensaba que hacía lo correcto. Hubo una época en que Patricia me animaba para que enviara una novela anterior a concursos y todo tipo de profesionales. Yo sabía que perdía el tiempo, pero bueno, la mujer estaba confiada en mis posibilidades y no quería desilusionarla.
—Suponía que estaba cansada de que estuvieras tanto tiempo dedicado a la escritura.
—Por una parte, sí, pero por otra, ¿por qué me animó a promocionar mi obra? Yo tengo la sensación de que quería verme triunfar, aunque ha visto la dura realidad, que no siempre triunfa el que tiene talento. En muchas ocasiones, es más un golpe de suerte. Está desilusionada y solo quiere que pensemos en Dani. Te aseguro que ese travieso es mi primer pensamiento, menos mal que ahora duerme. —Mi padre estaba en el carro echando la siesta—. Ahora bien, también tengo la necesidad de expresarme y de crear.
—Te entiendo, Nico.
—Gracias, pero tú eres uno de esos buenos escritores, de los que se lo merecen —dijo guiñándole un ojo lo más cariñosamente que pudo.
—Gracias.
—De nada, dime, no paro de hablar. ¿Cómo te va la vida?
—La verdad es que estoy muy agobiado. Por cuatro duros estoy en una librería de mierda presentando la novela, luego que si una radio local que no conoce nadie. Para aquí y para allá, sin olvidar escribir en las redes sociales para no perder la comunicación con los cuatro lectores que nos siguen. Bueno, trabajo jornadas intensivas de diez horas, llego a casa casi a las nueve de la noche. Estoy tan cansado que no puedo ni escribir, ceno y a la cama.
—Vaya, lo siento, Sergio. Pero hoy estás conmigo.
—Hoy es lunes, sí, tengo fiesta. —Rio cínicamente.
—No durará siempre.
—No, pero tampoco ganaré mucho. O escribo deprisa otro libro o no sé de qué voy a vivir. Suerte que pedí una excedencia en el trabajo y podré volver. Un dos por ciento cobro por libro vendido, la editorial tarda un año en pagar. Tengo ahorros, pero no van a durar toda la vida.
—Es normal que al principio sea duro.
—Sí, ¿pero para llegar a dónde? No sé si me interesa tanta pelea. No dejaré de escribir nunca, aunque, para serte sincero, me planteo dejarlo como un trabajo, es muy estresante. Yo estaba muy bien en mi oficina, tenía un buen horario, a las cinco ya estaba en casa. Ahora no tengo tiempo para mí ni para mi familia, mi mujer está harta, y con razón.
»No pienso perder a mi familia por cuatro duros. Hemos sido unos idealistas, Nico, ahora lo veo. Tú tienes un buen trabajo, cobras tan bien como yo. No seas tonto, pasa más tiempo con los tuyos, no dejes tu pasión, pero lo primero es lo primero. Te aseguro que, con el tiempo, serás feliz si eliges a los tuyos.
—Ya…
La historia de Sergio no embozó las esperanzas de mi abuelo. Más fácil habría sido empujar el agua. Estaba preocupado, Sergio era su única posibilidad de entrar en la profesionalidad literaria, si abandonaba la carrera nunca podría federarse. Nico creía que su amigo había demostrado debilidad ante el primer resbalón en la maratón. Él sería más fuerte, más testarudo y más feliz de disfrutar de dicha oportunidad. No tenía miedo, era un titán de la palabra que esperaba esas alabanzas que tanto se merecía. Su imaginación seguía trabajando a todo gas. Todavía recuerdo como nos contaba a mi hermano y a mí sus ansias de ser reconocido como un gran artista. A pesar de ser ya una persona de la tercera edad, se le enrojecían los ojos por la multitud tumultuosa de sus ideales, los cuales todavía estaban azotándolo, aunque con bastante menos fuerza.
Bajaron en la parada de Universitat, iban a una librería de la zona. Sergio quería comprar la nueva novela de su autor favorito, mi abuelo solo iba a mirar, recordad que prometió a su mujer no comprar más libros. En la calle mi padre se despertó, el abuelo lo sacó del carro y fue caminando. Ya en la librería, el niño fue un huracán que hacía temblar a todos los libros. Acostumbrado a su casa, pensaba que tenía el mismo derecho en la librería. Nico dejó mirar a Sergio lo que buscaba, él estaba ocupado comportándose como un héroe, salvando la inocente vida de muchas obras de la tiranía de un divertido niño.
Entonces vio que uno de los libros que había rescatado era el nuevo poemario de su poeta favorita. Ya había leído en una revista que había publicado el libro, durante semanas se autoconvenció de que no lo compraría. En ese momento él estaba ahí, tocando esa bendita obra. Temblaba igual que el alcohólico en frente de un vaso de cerveza, sudaba como un torturado, se golpeaba igual que un masoquista. La cuestión era comprarlo o no comprarlo, romper la promesa o no romperla, perder esa gran lectura o no perderla. ¿Estaría ya en la biblioteca? Seguro que no.
Tenía que cumplir la promesa. Colocó el libro en su sitio original, le entró un calambre a la milésima de soltarlo. Se quedó mirándolo y sonrió como un enamorado. No, no, no, no, para luego pensar sí, sí, sí. Cogió de nuevo el libro, la mano no le dolía, aunque sentía el miedo de la bronca con Patricia. Volvió a dejar el libro, unos picores mordían su mano en aquella ocasión. ¡Qué guerra tan cruel contra sí mismo! ¡Qué prueba de superación personal!
Finalmente, llegó un mensaje de la naturaleza o de algún dios cansado de ver la zozobra del abuelo. Mi padre cogió el libro y se lo dio. Estaba claro, lo entendió todo, ya no tenía dudas, captó el mensaje y compró el libro.
Cuando Sergio vio que compraba un libro no comentó nada, esperó en el metro para sacar el tema. Él sabía de la promesa del abuelo. Este respondió que el libro era pequeño y que intentaría ubicarlo en la estantería baja de la librería para que Patricia no se enterara.
Llegó al piso y todavía no había vuelto la abuela. No pudo leerlo, Daniel descartó esa posibilidad. Colocó el libro tal como le dijo a Sergio. Patricia llegó cansada de trabajar, pero no por eso deshizo la típica rutina diaria: ducharse, comer un poco de fruta e ir al despacho a revisar la librería de su marido. A él le decía que quería leer unos diez minutos, porque él tenía razón en que no podía dejar dicha actividad. Así tenía excusa para revisar si había comprado una nueva pieza literaria. Y ese día detectó que el puzle no encajaba.
—¡Nico!
—¿Sí? —dijo sorprendido de haber sido descubierto el mismo día de la compra.
—¡Has comprado un libro! —Salió del despacho con el poemario.
—Es nuevo, no está en la biblioteca.
—Pero seguramente sí en e-book.
—No lo sé.
—¿A que no lo has mirado?
—No, no creo que un libro de poesía se venda por Internet.
—¡Ni lo has mirado!
—No, Patricia, lo…
—¡No lo digas! ¡No sirve de nada!
—¡No te pongas tan histérica!
—Pareces un yonqui.
—Qué comparación tan fea.
—Es la verdad.
—Es tu verdad, Patricia.
—Serás capullo.
—No me insultes, por favor.
—Y tú no me mientas.
—¡Lo siento! No he podido evitarlo, es lo que hay. ¿Me entiendes? ¡Es lo que hay!
La abuela se sorprendió por la respuesta. Nico solía callar a regañadientes, porque era consciente, en parte, de que ella tenía razón. Esa tarde comprendió que él ya estaba harto de la situación que ella quería imponer, sentía que vivía bajo una dictadura. La discusión no cesó, Nico le explicó el discurso que le soltó Sergio horas antes.
—Estoy seguro de que tú has hablado con él para que me convenza de que abandone mi sueño.
—¡Claro que no! Casi no hablo con él, no he hablado con ninguno de los amigos que has hecho en estos dos últimos años. Además solo vas con ellos por interés. ¿Cuánto hace que no quedas con Toni o Álex? No has conocido ni a sus novias, Toni lleva con ella seis meses y Álex diez. Eres un interesado.
—En este mundo. por desgracia, hay que tener contactos, padrino, llámalo como quieras.
—Has renunciado a tus amigos.
—No tengo tiempo para todos, Patricia.
—Claro, entre leer y escribir, ir a presentaciones de amigos que pasan de ti, presentaciones a las que no puedes ir con tu hijo.
—Solo voy a las presentaciones que hacen los sábados o los domingos. Dejo al niño con mis padres o los tuyos, así tú aprovechas y quedas con tus amigas, ¿acaso miento?
—No —dijo retrocediendo Patricia.
—Sé que puedo llegar a ser muy pesado, que soy cansino con el tema, pero te aseguro que mi hijo es mi felicidad. Tú eres mi felicidad.
—Son palabras, quiero hechos, Nico.
—Te entiendo. Soy un hombre con un sueño, con una pasión que me hace feliz.
—¿Y nosotros?
—Por supuesto, no lo dudes, sois aún más importantes.
—Nico, has intentado mil maneras de publicar tu obra, nunca lo has conseguido. Debe ser por algo, no por envidia ni por conspiraciones.
—Los grandes sufren hasta alcanzar el reconocimiento.
—¿Quieres ser un Cervantes que no ganó dinero ni consiguió la fama en vivo?
—Otros sí lo lograron.
—Ya sé, Nico, que tú no quieres ser rico, quieres el reconocimiento de tu inteligencia.
—No lo niego, tú me conoces mejor que la madre que me parió. Quiero vivir bien de la literatura, como ahora puedo vivir, no pido más.
—Ya has escuchado a Sergio, ya tendrías que saber que es complicado.
—Solo sé que hay un tren dentro de mí y que en su recorrido no hay última parada.
—No tienes solución. Si tanto te importamos sí habría una última parada.
—Yo te quiero, no lo dudes, Patricia.
—He aguantado mucho, no sé cuánto más podré aguantar.
—Queda poco para que todo vaya bien, te lo aseguro. Te entiendo.
—No, no me entiendes.

La discusión cesó al llorar mi padre porque acabó su serie favorita de dibujos animados. Se encargaron del niño y se acercaron los tres a pesar del distanciamiento de los progenitores. No volvieron hablar del tema ese día. Era como si les hubiera descubierto la vergüenza, como si el estado etílico hubiera cesado y fueran conscientes de su locura. El futuro era estrecho para mi abuela, muy estrecho, tan estrecho que solo cabían ella y su hijo, lo que le causaba un dolor profundo.

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