miércoles, 6 de diciembre de 2017

El sacrificio (segundo fragmento)

3

Mi padre tenía dos años en la historia de este capítulo. Él era un jardín en que todos disfrutaban caminar entre los aromas de sus flores. Cierto era que algunos se cansaban antes que otros, evidentemente me refiero a parientes lejanos o a los amigos de los padres de mi padre. Lo que no era lógico era la actitud de Nico, que podía dejar al niño solo jugando en el comedor mientras él escribía.
Sucedió que, de haber paseado esa tarde por el jardín, se habría percatado de que había un fango de excrementos. Estaba tan concentrado construyendo su choza literaria que ni olía la peste. Daniel se tocaba, el escritor lo miraba, sonreía y seguía con lo suyo. El niño empezó a chillar «caca», pero ni de esa forma llamó la atención de su progenitor. Al final se distrajo con una revista que había en el sofá.
La revista fue víctima del abordaje infantil, sus hojas fueron destripadas. Mi abuelo estaba relajado, en ocasiones los que sufrían esos asaltos eran sus libros. Alguno acabó moribundo, condenado al reciclaje con la promesa de que las hojas sí que se reencarnaban.
Mi abuela llegó una hora y media después. Nada más entrar en el jardín olió la zona contaminada. Se tomó con buen humor el nuevo despiste del escritor:
—¡Eres un capullo de mierda! Tu hijo está cagado y tú ni te has enterado.
—¿Cómo?
—¡Encima lo dices sorprendido!
—Bueno, lo siento…
—No tienes excusa.
—No…
Patricia cambió al niño, que reía a pesar de la sequedad del excremento.
—Papá es tonto —le decía al niño, el cual no paraba de reír.
—No le digas eso, luego me dirá que soy tonto cuando sea mayor.
—Pues no seas tonto… Vaya.
—¿Qué? —preguntó en un tono serio para hacer ver que era responsable.
—Ve a por toallitas, se han acabado.
—Ahora mismo.
En el momento en que se fue, la abuela vio su revista rota en mil pedazos, no era un asunto sin importancia para ella. Era una revista del laboratorio. Hacía una semana que había vuelto a trabajar.
—¡Nico! ¡Nico!
—¿Qué pasa? —Vino con las toallitas.
—El niño ha roto la revista, sabes que era importante para mí. Era para actualizarme en el trabajo.
—Seguro que hay más. Coge otra.
—Hay pocas, era la última que quedaba. ¡Es increíble! Solo piensas en ti. ¡Qué coja uno de tus libros!
—Ya ha roto unos cuantos.
—Sí, pero tú has comprado más.
—Bueno…
—¿Qué?
—Patricia, ahora empezarás con que hay demasiados libros en el piso.
—Parece una biblioteca en vez de un hogar. Tienes libros en tu despacho, en el comedor, en nuestra habitación, en la cocina e incluso en el lavabo.
—Sí, son nuestros tesoros.
—No puede ser, tienes que dejar de comprar libros.
—No es justo, no es bueno para Dani, qué ejemplo más malo le damos.
—Yo soy aficionada a leer…
—Lo mío no es una afición, es una pasión.
—Déjame acabar, Nico. —Él estuvo a punto de abrir la boca, pero desistió al ver la mirada iracunda de Patricia y la dejó hablar—. Yo estoy a favor de la lectura, no cabe duda. Pero tenemos que deshacernos de unos cuantos, porque hoy en día no nos hacen falta. Podemos donarlos a la biblioteca, tú puedes seguir leyendo. Allí están todos los grandes autores, sean clásicos o actuales.
—¿Y Dani?
—Dani tendrá sus libros, pero los tuyos no son para un niño. Cuando los pueda leer quizá ya estén tan amarillos que le resulte imposibe.
—Yo los cuido bien, Patricia.
—Déjame terminar. Además, para todos es mejor ir a la biblioteca: para el niño porque allí hacen talleres de lectura y para nosotros porque podemos pasear sin la tentación peligrosa que tú tienes en una librería.
—¿A qué te refieres?
—A comprarlos todos, Nico.
—Todos los que me gustan.
—Piénsalo, te dejo unos días.
Estuvo varios días dándole vueltas como le pidió la abuela. Tuvo la genial idea de demostrarle que sí podían tener esos libros y más. Visitó varias tiendas de muebles buscando la librería ideal, que ocupara poco espacio y almacenara centenares de libros. Encontró productos de alta calidad, pero por un alto precio, pensó que a Patricia no le haría mucha gracia. Incluso el propio Nico entendió que el piso ya estaba saturado de libros. Quizás una alternativa sería alicatar el suelo con ellos. Pero descartó esa idea de inmediato.
Fue a la guardería a buscar al niño. Llevaba tres meses y medio apuntado para que se adaptara a su nueva vida antes de que Patricia trabajara de nuevo. Volvieron a casa. En honor a la verdad, o a los recuerdos, mi abuelo estaba animado con su hijo, jugaron en el piso e incluso le dejó tocar sus libros. Mi padre los cogía y los tiraba, cuando los iba a romper era frenado por el hombre que los había leído con tanto cariño.
Entonces, tuvo un despropósito. Organizó la librería, sacó los libros. Los apiló en el escritorio, en la silla, en el suelo y casi en el mundo de las ideas. Su intención era reubicarlos para ganar espacio, incluso tal vez alguno acabaría desterrado. Algunos no superaron las pruebas del abuelo, aunque fueron muy pocos.
Tuvo que parar con la gestión, Daniel estuvo a punto de romper una de sus novelas favoritas. Se fueron al comedor para que el niño jugara con sus juguetes, pero a él le apetecía destruir más páginas de literatura. Insistía en volver al despacho, pero lo engañó con el mando de la televisión, cambiar de canal era un vicio, aunque más vicio era tirarlo. Al segundo lanzamiento, el abuelo le quitó el aparato y lo dejó en su despacho, en el escritorio.
Patricia regresó a casa, se alegró de ver a padre e hijo jugando. Las últimas semanas reconocía para sí misma que Nico había espabilado algo. Él tenía todas las tardes libres, recogía a Dani a las cuatro de la tarde, le daba de merendar fruta, que la trituraba lo mejor que podía. Luego, lo habitual era ir al parque hasta las seis de la tarde, era invierno y hacía frío. El día del que escribo no fueron al parque porque Daniel tenía congestionada la nariz.
En casa el escritor ya intentaba escribir. Alguna vez lo había conseguido dando a Dani el teléfono móvil como entretenimiento gracias al YouTube. Ya le había sorprendido alguna vez cuando llegaba a casa sobre las seis y media de la tarde. A partir de ese momento, ella se encargaba de bañar al bebé y darle de cenar. Aparte de cocinar para ella y el artista, este sí que fregaba los platos. Todavía tenía margen para mejorar.
Se duchó, se sentó en el sofá, estaba cansada y no le apetecía pensar mucho, perfecto para ver la televisión mientras los niños de la casa jugaban. No vio por el comedor el mando de la televisión. Le preguntó a su marido dónde estaba y se fue al despacho cuando escuchó que estaba allí. No encendió la luz, no sabía del desorden de la habitación, colisionó con una fila de libros más dura que una columna de cualquier orden.
—¡Ah!
—¿Qué pasa? —Nico se fue corriendo al despacho consciente de la causa del grito.
—Has sacado todos los libros.
—Sí —le explicó su idea mientras ella seguía tumbada quejándose. Daniel chocaba contra las filas como un autochoque—. Tendrías que haber encendido la luz.
—Tendrías que habérmelo dicho.
—Sí. Perdón, Patricia.
—Siempre pides perdón y luego no lo arreglas. Tienes que cambiar y dejar de pedir tanto perdón, porque las disculpas se vuelven estériles.
—Qué poética te has vuelto. —Intentó desviar el tema con esta nota de humor.
—¡Una mierda, Nico! Ayúdame a levantarme y enciende la luz. —Así lo hizo, una vez de pie y con la luz encendida, miró el despacho—. Querías demostrarme que me equivocaba, mira, no puedes ganar más espacio, es imposible.
—Sí, tienes razón. Lo he intentado, pero no he podido.
—¿Vas a hacerme caso?
—He elegido unos libros para tirar.
—Dime cuáles son. —Patricia, al ver que solo eran seis, se echó las manos a la cabeza—. Es increíble, con seis libros no arreglamos nada.
—No puedo deshacerme de los demás.
—No quieres.
—No puedo.
—Ya está bien, estoy harta.
Patricia se fue al comedor con su hijo. El abuelo, al ver la seriedad del asunto, intentó hablar con ella, pero no le hizo caso, parece ser que estaba enojada. Ya hacía tiempo que no tenía la paciencia de tiempos anteriores, Nico era consciente de ello.
—No compraré más libros —dijo Nico hablando rápido, porque ni él mismo se creía lo que decía.
—¿Qué?
—Acepto tu propuesta.
—¿No vas a tirar algunos?
—Bueno, haré algo que no soporto, Patricia.
—Habla, toda la rapidez con que has iniciado la conversación se ha evaporado.
—Me trago el orgullo. ¿Puedes esperar un momento? —Calló unos segundos, ya que iba a expresar una herejía. Lo dijo con un tono cargado de victimismo—. Compraré un libro electrónico.
—¡Sí! —gritó de alegría. Se lo había propuesto varias veces y él siempre se negaba, porque le gustaba escribir encima de los libros, reescribirlos—. Ya verás como también puedes anotar encima de un libro digital, es como escribir en el móvil.
—Sí, la misma sensación.
—Capto tu ironía, Nico, aunque bien que escribes notas o frases en la aplicación del móvil. Sé lo que dices por tu mirada triste, no es lo mismo escribir una buena frase que todo un párrafo de reflexiones. Te lo agradezco, de verdad. Cuando duerma al niño vamos a descartar a tus autores menos queridos.
—Sobra el cachondeo.
—No lo he dicho con intención de burla, perdona si te he ofendido.
—No pasa nada.
El abuelo tuvo que condenar a treinta escritores y escritoras bajo la atenta mirada inquisitoria de su esposa. Al día siguiente, ella los llevó a una librería de segunda mano, que pagaba ni más ni menos que veinte céntimos por libro. No exagero si escribo que solucionaron esa tarde la vida de sus tres generaciones siguientes. No los llevó a la biblioteca porque eran demasiadas novelas, o poesías, o lo que fueran. Hay que reconocer que bastante peso llevó la mujer, fue cargada con dos cajas enormes, que la arrastraba con un carrito de carga. El abuelo se quedó en casa con mi padre, no quiso presenciar el crimen.
Mi abuelo nos contó lo mal que lo pasó a mi hermano pequeño y a mí unas mil veces. Pobre hombre, suerte que también conozco la versión de la abuela, aunque ella solo la contó unas cien veces. Mi padre, cuando el suyo nos contaba la historia, se iba, no quería saber nada de ese episodio.
Recuerdo una tarde en la que el abuelo nos cuidaba. Nos trajo chocolate para comer y nos leyó unos cuentos infantiles. En la mitad de uno de ellos se paró, era un recuerdo que le picó como un alacrán. El dolor le desenfocó de la realidad, parecía que se estaba mareando. Yo era el mayor y era consciente de que no se encontraba bien, mi hermano reía pensado que era una broma del yayo.
Asustado, lo cogí del brazo, estaba a punto de llorar. Le pregunté si se encontraba bien, tardó unos segundos en responder, pero dijo que sí. Simplemente era que esa historia le recordaba a un episodio de su vida.
Nos estaba leyendo una versión infantil de El Quijote, cuando el cura y el barbero están quemando los libros de caballerías de nuestro gran protagonista, el capítulo seis en la versión adulta. El anciano se sintió identificado. Yo le pregunté si sus libros descartados eran tan malos como los de caballerías y mi pregunta le arrancó una sonrisa.
Mi hermano Agustín, inocentemente, preguntó si se deshizo de El Quijote. El yayo se indignó ante tal pregunta. Tirar la novela de novelas era como dejar de respirar, como dejar de comer, como dejar de beber agua, como dejar de caminar y estar siempre sentado, era un sinsentido total. Agustín pidió disculpas al ver la seriedad de su yayo, este se arrepintió de la respuesta y consoló a su nieto más pequeño.
A partir de ese momento, nos contaría la historia en un millón de ocasiones, aunque cueste de creer antes me he quedado corto. A Agustín y a mí, de tanto escuchar la historia, nos picó la curiosidad y, cosa de niños, le preguntamos a la abuela sobre lo sucedido. Ella nos explicó que sí, pero no, que sí, pero falta la segunda parte, la cual se leerá en el siguiente capítulo.

4

Habían volado otros seis meses. Nico estaba en el metro con su amigo Sergio, escritor que empezaba a ganarse la vida con su prosa. Sin duda, era una amistad interesada por parte de Nico, para que Sergio hablara bien de él a su editor. En los últimos dos años, Nico había conocido a muchos colegas, como se ha comentado en el primer capítulo, sobre todo aficionados como él, aficionados en el sentido de que no se ganaban la vida escribiendo para que no se retuerza el abuelo en su tumba.
Tuvo buen ojo para conocer a la gente adecuada. La parte negativa fue que ellos, en cuanto vieron lo pesado que era, le daban largas. Nico era ligero en su sociabilidad literaria. No se andaba con rodeos y al segundo día de conocer a alguien le pedía el favor: enseñar su prosa a su agente literario. Obviamente se negaba, todavía no lo conocían. Dicha experiencia le hizo entender que no podía acelerar tanto sus relaciones amistosas.
Así, en los últimos meses, consiguió su propósito, maduró las amistades. Iba a las presentaciones de sus novelas o los acompañaba adonde fueran. Consiguió que dos personas enviaran su última novela escrita a sus editores y a sus agentes, y ambos rechazaron el trabajo del abuelo. Estas dos amistades le explicaron que todavía no estaba preparado para publicar, y no le hizo gracia escuchar sus opiniones. No rompió la amistad, pero tampoco las trabajó con la misma intensidad de tiempos anteriores.
Sergio era uno de los pocos artistas aficionados que le cayó bien, escribían con un mismo estilo y leían los mismos autores. Era el único escritor que le había aguantado tanto tiempo, o viceversa. En ese momento en que por fin publicaba su novela renació la esperanza del abuelo. Ahí estaba él, criticando a sus antiguos colegas y alabando a Sergio:
—Yo no creo que a los editores no les gustara mi obra, Sergio. Lo que pasa es que leyeron mi novela y no soportaron la idea de entregar algo que daba mil vueltas a las suyas. Yo no entiendo cómo ellos han podido publicar, no entiendo cómo publican tantos que no se lo merecen.
—No puedo imaginarme que ellos hicieran eso, Nico. Los conozco, son buena gente. Estás dolido, es lógico, tenías muchas esperanzas.
—Sí, pensaba que hacía lo correcto. Hubo una época en que Patricia me animaba para que enviara una novela anterior a concursos y todo tipo de profesionales. Yo sabía que perdía el tiempo, pero bueno, la mujer estaba confiada en mis posibilidades y no quería desilusionarla.
—Suponía que estaba cansada de que estuvieras tanto tiempo dedicado a la escritura.
—Por una parte, sí, pero por otra, ¿por qué me animó a promocionar mi obra? Yo tengo la sensación de que quería verme triunfar, aunque ha visto la dura realidad, que no siempre triunfa el que tiene talento. En muchas ocasiones, es más un golpe de suerte. Está desilusionada y solo quiere que pensemos en Dani. Te aseguro que ese travieso es mi primer pensamiento, menos mal que ahora duerme. —Mi padre estaba en el carro echando la siesta—. Ahora bien, también tengo la necesidad de expresarme y de crear.
—Te entiendo, Nico.
—Gracias, pero tú eres uno de esos buenos escritores, de los que se lo merecen —dijo guiñándole un ojo lo más cariñosamente que pudo.
—Gracias.
—De nada, dime, no paro de hablar. ¿Cómo te va la vida?
—La verdad es que estoy muy agobiado. Por cuatro duros estoy en una librería de mierda presentando la novela, luego que si una radio local que no conoce nadie. Para aquí y para allá, sin olvidar escribir en las redes sociales para no perder la comunicación con los cuatro lectores que nos siguen. Bueno, trabajo jornadas intensivas de diez horas, llego a casa casi a las nueve de la noche. Estoy tan cansado que no puedo ni escribir, ceno y a la cama.
—Vaya, lo siento, Sergio. Pero hoy estás conmigo.
—Hoy es lunes, sí, tengo fiesta. —Rio cínicamente.
—No durará siempre.
—No, pero tampoco ganaré mucho. O escribo deprisa otro libro o no sé de qué voy a vivir. Suerte que pedí una excedencia en el trabajo y podré volver. Un dos por ciento cobro por libro vendido, la editorial tarda un año en pagar. Tengo ahorros, pero no van a durar toda la vida.
—Es normal que al principio sea duro.
—Sí, ¿pero para llegar a dónde? No sé si me interesa tanta pelea. No dejaré de escribir nunca, aunque, para serte sincero, me planteo dejarlo como un trabajo, es muy estresante. Yo estaba muy bien en mi oficina, tenía un buen horario, a las cinco ya estaba en casa. Ahora no tengo tiempo para mí ni para mi familia, mi mujer está harta, y con razón.
»No pienso perder a mi familia por cuatro duros. Hemos sido unos idealistas, Nico, ahora lo veo. Tú tienes un buen trabajo, cobras tan bien como yo. No seas tonto, pasa más tiempo con los tuyos, no dejes tu pasión, pero lo primero es lo primero. Te aseguro que, con el tiempo, serás feliz si eliges a los tuyos.
—Ya…
La historia de Sergio no embozó las esperanzas de mi abuelo. Más fácil habría sido empujar el agua. Estaba preocupado, Sergio era su única posibilidad de entrar en la profesionalidad literaria, si abandonaba la carrera nunca podría federarse. Nico creía que su amigo había demostrado debilidad ante el primer resbalón en la maratón. Él sería más fuerte, más testarudo y más feliz de disfrutar de dicha oportunidad. No tenía miedo, era un titán de la palabra que esperaba esas alabanzas que tanto se merecía. Su imaginación seguía trabajando a todo gas. Todavía recuerdo como nos contaba a mi hermano y a mí sus ansias de ser reconocido como un gran artista. A pesar de ser ya una persona de la tercera edad, se le enrojecían los ojos por la multitud tumultuosa de sus ideales, los cuales todavía estaban azotándolo, aunque con bastante menos fuerza.
Bajaron en la parada de Universitat, iban a una librería de la zona. Sergio quería comprar la nueva novela de su autor favorito, mi abuelo solo iba a mirar, recordad que prometió a su mujer no comprar más libros. En la calle mi padre se despertó, el abuelo lo sacó del carro y fue caminando. Ya en la librería, el niño fue un huracán que hacía temblar a todos los libros. Acostumbrado a su casa, pensaba que tenía el mismo derecho en la librería. Nico dejó mirar a Sergio lo que buscaba, él estaba ocupado comportándose como un héroe, salvando la inocente vida de muchas obras de la tiranía de un divertido niño.
Entonces vio que uno de los libros que había rescatado era el nuevo poemario de su poeta favorita. Ya había leído en una revista que había publicado el libro, durante semanas se autoconvenció de que no lo compraría. En ese momento él estaba ahí, tocando esa bendita obra. Temblaba igual que el alcohólico en frente de un vaso de cerveza, sudaba como un torturado, se golpeaba igual que un masoquista. La cuestión era comprarlo o no comprarlo, romper la promesa o no romperla, perder esa gran lectura o no perderla. ¿Estaría ya en la biblioteca? Seguro que no.
Tenía que cumplir la promesa. Colocó el libro en su sitio original, le entró un calambre a la milésima de soltarlo. Se quedó mirándolo y sonrió como un enamorado. No, no, no, no, para luego pensar sí, sí, sí. Cogió de nuevo el libro, la mano no le dolía, aunque sentía el miedo de la bronca con Patricia. Volvió a dejar el libro, unos picores mordían su mano en aquella ocasión. ¡Qué guerra tan cruel contra sí mismo! ¡Qué prueba de superación personal!
Finalmente, llegó un mensaje de la naturaleza o de algún dios cansado de ver la zozobra del abuelo. Mi padre cogió el libro y se lo dio. Estaba claro, lo entendió todo, ya no tenía dudas, captó el mensaje y compró el libro.
Cuando Sergio vio que compraba un libro no comentó nada, esperó en el metro para sacar el tema. Él sabía de la promesa del abuelo. Este respondió que el libro era pequeño y que intentaría ubicarlo en la estantería baja de la librería para que Patricia no se enterara.
Llegó al piso y todavía no había vuelto la abuela. No pudo leerlo, Daniel descartó esa posibilidad. Colocó el libro tal como le dijo a Sergio. Patricia llegó cansada de trabajar, pero no por eso deshizo la típica rutina diaria: ducharse, comer un poco de fruta e ir al despacho a revisar la librería de su marido. A él le decía que quería leer unos diez minutos, porque él tenía razón en que no podía dejar dicha actividad. Así tenía excusa para revisar si había comprado una nueva pieza literaria. Y ese día detectó que el puzle no encajaba.
—¡Nico!
—¿Sí? —dijo sorprendido de haber sido descubierto el mismo día de la compra.
—¡Has comprado un libro! —Salió del despacho con el poemario.
—Es nuevo, no está en la biblioteca.
—Pero seguramente sí en e-book.
—No lo sé.
—¿A que no lo has mirado?
—No, no creo que un libro de poesía se venda por Internet.
—¡Ni lo has mirado!
—No, Patricia, lo…
—¡No lo digas! ¡No sirve de nada!
—¡No te pongas tan histérica!
—Pareces un yonqui.
—Qué comparación tan fea.
—Es la verdad.
—Es tu verdad, Patricia.
—Serás capullo.
—No me insultes, por favor.
—Y tú no me mientas.
—¡Lo siento! No he podido evitarlo, es lo que hay. ¿Me entiendes? ¡Es lo que hay!
La abuela se sorprendió por la respuesta. Nico solía callar a regañadientes, porque era consciente, en parte, de que ella tenía razón. Esa tarde comprendió que él ya estaba harto de la situación que ella quería imponer, sentía que vivía bajo una dictadura. La discusión no cesó, Nico le explicó el discurso que le soltó Sergio horas antes.
—Estoy seguro de que tú has hablado con él para que me convenza de que abandone mi sueño.
—¡Claro que no! Casi no hablo con él, no he hablado con ninguno de los amigos que has hecho en estos dos últimos años. Además solo vas con ellos por interés. ¿Cuánto hace que no quedas con Toni o Álex? No has conocido ni a sus novias, Toni lleva con ella seis meses y Álex diez. Eres un interesado.
—En este mundo. por desgracia, hay que tener contactos, padrino, llámalo como quieras.
—Has renunciado a tus amigos.
—No tengo tiempo para todos, Patricia.
—Claro, entre leer y escribir, ir a presentaciones de amigos que pasan de ti, presentaciones a las que no puedes ir con tu hijo.
—Solo voy a las presentaciones que hacen los sábados o los domingos. Dejo al niño con mis padres o los tuyos, así tú aprovechas y quedas con tus amigas, ¿acaso miento?
—No —dijo retrocediendo Patricia.
—Sé que puedo llegar a ser muy pesado, que soy cansino con el tema, pero te aseguro que mi hijo es mi felicidad. Tú eres mi felicidad.
—Son palabras, quiero hechos, Nico.
—Te entiendo. Soy un hombre con un sueño, con una pasión que me hace feliz.
—¿Y nosotros?
—Por supuesto, no lo dudes, sois aún más importantes.
—Nico, has intentado mil maneras de publicar tu obra, nunca lo has conseguido. Debe ser por algo, no por envidia ni por conspiraciones.
—Los grandes sufren hasta alcanzar el reconocimiento.
—¿Quieres ser un Cervantes que no ganó dinero ni consiguió la fama en vivo?
—Otros sí lo lograron.
—Ya sé, Nico, que tú no quieres ser rico, quieres el reconocimiento de tu inteligencia.
—No lo niego, tú me conoces mejor que la madre que me parió. Quiero vivir bien de la literatura, como ahora puedo vivir, no pido más.
—Ya has escuchado a Sergio, ya tendrías que saber que es complicado.
—Solo sé que hay un tren dentro de mí y que en su recorrido no hay última parada.
—No tienes solución. Si tanto te importamos sí habría una última parada.
—Yo te quiero, no lo dudes, Patricia.
—He aguantado mucho, no sé cuánto más podré aguantar.
—Queda poco para que todo vaya bien, te lo aseguro. Te entiendo.
—No, no me entiendes.

La discusión cesó al llorar mi padre porque acabó su serie favorita de dibujos animados. Se encargaron del niño y se acercaron los tres a pesar del distanciamiento de los progenitores. No volvieron hablar del tema ese día. Era como si les hubiera descubierto la vergüenza, como si el estado etílico hubiera cesado y fueran conscientes de su locura. El futuro era estrecho para mi abuela, muy estrecho, tan estrecho que solo cabían ella y su hijo, lo que le causaba un dolor profundo.

El sacrificio es una de las composiciones del libro Literaturismo. Se puede comprar en Amazon por 2,99 euros, o gratis con Kindleunlimited: https://www.amazon.es/Literaturismo-Lluís-Llurba-Torre-ebook/dp/B06ZZL9CN8/ref=sr_1_1?ie=UTF8&qid=1512591345&sr=8-1&keywords=lluís+llurba+torre
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viernes, 10 de noviembre de 2017

El sacrificio (primer fragmento)

El sacrificio

El Lunático, el Enamorado y el Poeta están todos llenos de imaginación.
William Shakespeare. Un sueño de la noche de San Juan.

1

Mis abuelos estaban tapeando en la terraza de un bar con dos amigos. Mi padre era un bebé de dieciocho meses que corría en vez de caminar, jugaba y reía alegrando el ambiente. Toni, uno de los amigos del abuelo, le dijo sorprendido:
—¡Quién te ha visto y quién te ve, Nico! —Así se llamaba mi abuelo.
—¿Por qué? —preguntó deseoso de escuchar por novena vez la respuesta.
—Tú que eras el más loco del grupo y ahora eres todo un padrazo. Cuando teníamos veinte años, o mejor veinticinco, fuiste de los pocos del grupo que nunca tuvo novia. Tú ibas a lo tuyo, no diré más detalles para que nadie se moleste. Y no sé cómo has sido uno de los primeros en ser padre.
—Bueno, Toni. Te recuerdo que a los veintiséis conocí a Patricia. Al año siguiente nos fuimos a vivir juntos, dos años más tarde nos casamos y a los treinta y uno vino al mundo Dani.
Mi padre interrumpió la conversación porque empujaba la mesa, a punto estuvo de tirar las cervezas. La abuela, como siempre atenta, evitó la tragedia. El abuelo rio, hecho que no agradó a su esposa. Sus ojos habrían golpeado a su marido pero, por suerte, no tenían manos.
Segundos después ya no estaba enojada. Ya nadie recordaba el tema de la charla. Álex, el otro amigo, inició un nuevo tema:
—Nico, a veces me pregunto cómo lo haces para poder escribir y cumplir tus responsabilidades paternales.
—No es fácil, Álex. Ahora mismo escribo mucho menos. Aprovecho cuando el niño echa la siesta. Por suerte, ya sabéis que puedo avanzar en el trabajo.
—¿Y es suficiente?
—Para escribir una trilogía, no, pero tampoco sufro por ello. Un hijo da una alegría inmensa, por supuesto que te altera y te enfada, pero son más los buenos momentos que los malos.
—Lo que yo te decía, Nico. ¡Quién te ha visto y quién te ve!
—Exagerado. —Rio el abuelo por el comentario repetitivo de Toni.
—Tienes que estar contenta con Nico, ¿no, Patricia?
La abuela no respondió a Toni. Ella estaba detrás de mi padre, el cual había quitado la pelota a un niño y se había ido corriendo por la calle como si fuera un jugador de rugby. Volvió con su hijo y le estaba riñendo, justo cuando le habló Toni. No entendía por qué dijo tal comentario. No le dio importancia y olvidó el piropo dirigido a su marido al segundo.
Intentó sentar a mi padre en el carro. Dani no paraba de gritar y mover el cuerpo con un nervio digno de un animal enfurecido. Al minuto, Patricia pidió ayuda a Nico, que estaba mirando la escena como si no fuera con él. Entre los dos consiguieron dominar a aquella personita. Fue una victoria pírrica, porque mi padre los golpeó con su arma más violenta: empezó a llorar y a gritar. Su madre quiso aguantar pero, al cabo de minuto y medio, toda la ciudad había escuchado la rabieta infantil. Derramó tantas lágrimas que podría haber subido el nivel del mar. Patricia, nerviosa, lo sacó del carro, y no le quedó otra que correr detrás del ya ruiseñor Daniel.
Sobre las cinco de la tarde, volvieron a casa. Mi abuelo iba a escribir aprovechando que el niño dormía, pero se despertó igual que una sorpresa inesperada. La abuela le pidió que cuidara de su hijo y estalló al ver su mala cara como respuesta.
—Nico, haz algo. Has estado todo el rato en el bar presumiendo de ser un buen padre. Ahora cumple con el ejemplo.
—No he dicho nada.
—Ibas a tu despacho a escribir, te conozco muy bien. Ve a por Dani, estás poco con el niño entre el trabajo y los libros.
—Ahora será mi culpa el trabajar —lo decía mientras agarraba a mi padre y se tranquilizaba.
—Trabajar hay que trabajar. Pero cuando eres padre tienes que hacer sacrificios, no de boca, sino con tus acciones.
—Está bien, está bien, ya estoy con él.
—Yo estoy reventada, me voy a la cama a echarme un rato. Estoy todo el día con el niño.
—Yo te dije que lleváramos a Dani a la guardería, pero tú no quisiste. Has cogido un año de excedencia en el trabajo, te cansas más en casa que en el laboratorio.
—Sí, creí que podría, me equivoqué. Sobre todo porque tú no cumples como muchos otros padres.
—Muchos otros padres están en el bar y yo no —chilló el abuelo. Mi padre se asustó y empezó  a llorar—. Perdona, perdona, Dani, ya está. Patricia, yo salgo poco, muy poco. Casi nunca vemos a mis amigos, tú ves más a menudo a tus amigas que yo a los míos.
—Sí, pero no es culpa mía. Tú te quedas en casa leyendo y escribiendo. Además, lo poco que sales últimamente, lo haces con otros escritores para darte a conocer. Yo salgo con el niño para despejarnos. No puedo estar todo el día metida aquí. Es bueno que vaya al parque.
—Yo voy siempre al parque con Dani.
—No aguantas tanto como yo. Además, anteayer te vio una vecina leyendo mientras columpiabas al niño. No tienes razón y se acabó la discusión. Despiértame de aquí una hora. Hasta luego, mi vida —dijo al niño.
Mi abuelo intentó dormir al niño cuando la abuela ya soñaba, no lo consiguió. El bebé pedía unos CD para abrir las cajas y estrellarlos contra el suelo. Nico en esos momentos recordaba lo fácil que era cuando era un recién nacido. Fácil, porque por la noche, era Patricia quien se levantaba para dar de mamar al bebé. Durante el día él estaba más encima de su hijo, lo cogía hasta que se dormía paseando por el piso como si fuera por la Rambla. Hablaba a mi padre para dormirlo, antes le comentaba el libro que había leído en ese momento o lo que estaba escribiendo. Incluso alguna vez, cuando estaba despierto, le recitaba algún poema de sus artistas favoritos.
Eso ya era agua pasada, pensaba el abuelo. Dani ya era un niño travieso, que dormía menos de dieciséis horas. Estaba en la edad en que el mundo era una ventana enorme con diferentes vistas. Suerte que, normalmente, a las diez de la noche dormía, o incluso antes, en su cuna. Así aprovechaba para escribir.
Pero ¿qué escribía el abuelo? Básicamente sobre las relaciones humanas, según él. Para el resto de la humanidad su prosa no era tragedia, ni drama, ni comedia, ni tragicomedia, ni ironía. A sus treinta dos años no era conocido en España, ni siquiera en su calle.
La abuela, cuando conoció a Nico, veía con buenos ojos que fuera tan pasional con la escritura, él odiaba decir que escribir era su hobby. Cuando nació mi padre, ella no entendía que esa pasión le quitara una milésima de segundo a su deber paternal. A Patricia le gustaba leer y con la ansiedad de la experiencia de madre primeriza lo dejó. Regresó al vicio cuando ya estuvo más relajada.
Tal hecho todavía no lo sabía el abuelo, ser adivino no era una de sus virtudes. En ese momento, que jugaba con Daniel, pensaba que era una lástima que una persona inteligente como Patricia no leyera, ¡ni siquiera leía sus composiciones!
Patricia trabajaba de responsable en un laboratorio de residuos, era química. Cuando mi padre cumplió un año pidió la excedencia, así que sí, seis meses le quedaban aún para volver a trabajar. Y lo echaba de menos, consideraba que fue un error por su parte, sentía haber perdido su vida. Creyó que le encantaría, pero no resultó así. Eso no significa que todos los momentos fueran experiencias negativas, ni mucho menos, era complejo de explicar, y su marido no lo entendía porque no estaba todo el día con el niño. Para Nico, el trabajo de su mujer era bueno, pero sin pasión.
Él, por el contrario, era funcionario, trabajaba en el Ayuntamiento de su ciudad, L`Hospitalet de Llobregat. No era el funcionario trabajador como el médico, profesor o policía, no, era el típico funcionario del que todo el mundo se quejaba que cobraba por no hacer nada. Él se justificaba para sí mismo de que su trabajo era un abanico para su tiempo artístico, ya que podía escribir en horario laboral. Aprobó las oposiciones por la promesa de un primo suyo de que lo colocaría en el Ayuntamiento, y así fue. No trabajaba de cara al público, sino en unas oficinas que producían a un ritmo más que lento.
No era suficiente, a pesar de su dedicación artística en el trabajo. Nico se llevaba sus escritos a casa. Cuando no podía escribir, se torturaba mentalmente cuando hablaba con Patricia o jugaba con Dani. Escribía en su cerebro caóticos párrafos y algunas bellas frases. En más de una ocasión, por miedo a perder una metáfora lúcida, la escribía en la aplicación de escritura del teléfono móvil.
Esa tarde Dani lloró cuando su padre lo ignoró porque estaba escribiendo. No lloraba a causa de que su padre estuviera en otro mundo, sino porque quería el móvil. A medida que pasaban los segundos, aumentaba el tono, tanto que despertó a la abuela.
—Nico, ¡ya estás escribiendo! —El abuelo calló, Patricia lo vio con el teléfono en las manos—. Eres muy egoísta, no piensas en mí.
—Lo siento, amor. Tenía una frase muy buena.
—¿Tanto como para joder a tu mujer?
—Lo siento.
—No me sirve que lo sientas, lo volverás hacer.
—Vete a la cama, no tocaré más el móvil, ni nada con lo que pueda escribir o leer.
—Ya me he despejado.
—Lo siento.
—¡Vete a la mierda!
La abuela se tranquilizó al cabo de unos cuantos minutos. Se sentía saturada, su marido no entendía que las musas estaban enamoradas de otro. Ella nunca lo desanimó para escribir, ahora bien, siempre fue sincera y le dijo que no tenía el don literario. Nico nunca la escuchaba, su esperanza era un vidrio que no quebraba.
Hay que saber que mi abuelo pretendía vivir de la literatura, pretendía publicar su literatura, pretendía hacer un favor a la humanidad vendiendo su prosa. Estaba convencido de que, algún día, sería entrevistado en la radio, en la televisión o en la prensa, que su persona sería tomada seriamente por los lectores.
Cuando mi padre era un preadolescente preguntó a su madre por qué Nico era tan testarudo. Mi abuela le respondió que el origen del mal era en la educación que recibió de pequeño. Mi bisabuela anuló la autoestima del chico, hiciera lo que hiciera lo desanimaban, lo llamaban tonto cuando se equivocaba y no lo animaban a superarse como persona. Además, era una mujer excesivamente protectora, lo cual no ayudó.
Nico tenía una vida social tan amplia que se quedaba estudiando los fines de semana en casa. Así descubrió la lectura, a pesar de que había tentaciones suculentas para un chico de su edad. Leer era como tener un diálogo con el autor, ambos hablaban y discutían sobre ese tema. Era el amigo que siempre le faltó.
Fue un adolescente que no estuvo tocado por la elegancia deportiva, la cual daba popularidad en el instituto, como todos sabemos. Fue víctima de burlas por parte de sus compañeros de clase o del centro. Su defensa era agilizar su inteligencia para humillar a esa gente. Desde aquella época, siempre tuvo que demostrar constantemente su virtud, demostrar que sabía mucho.
Con los años quiso expresar sus sentimientos y reflexiones, en el hogar familiar no podía, porque no lo tomaban en serio. Con los años la consecuencia fue que Nico tuvo grandes sueños en ser reconocido como un gran escritor. No era simplemente que pudiera vivir de sus escritos, no, tenía que ser recordado como uno de los más grandes. Por desgracia, su talento era un tiburón que no se movía.
Y ahí estaba Patricia, tranquilizándose poco a poco esa tarde, esperando ver el milagro de que el sueño de Nico se derramara. Pero ya no sabía qué hacer, lo había intentado todo.
Cuando mi padre tenía medio año, lo animó a presentar una novela a varios concursos literarios, no ganó ni uno. En ese período también le propuso enviar su obra a agentes literarios y a editoriales, estuvieron toda la tarde enviando centenares de correos electrónicos, nadie respondió. Incluso, al principio, lo acompañaba en la presentación de otros escritores amigos, aunque eso duró poco, ya que se aburría y él quería cada vez ir a más eventos literarios. Tuvo que frenarlo.

La intención de mi abuela no era que dejara de escribir, sino que no estuviera tanto tiempo regando en el desierto. No lo consiguió. La obsesión del abuelo era como una bruma que no le dejaba ver la realidad. Patricia ya estaba cansada aquella tarde. Por primera vez, pensó en una separación, dudaba si debía seguir con un hombre así, que se tomaba a la ligera la paternidad. Ya empezó a amortajar al amor que tenía hacia su marido.
2


Nico estaba escribiendo, vomitando su genialidad creativa, sin perder el tiempo ni en respirar. Se hablaba a sí mismo para animarse.
—Estoy más preparado que nunca para publicar. Repasando estas frases me doy cuenta de que he conseguido un gran nivel. ¡Qué emoción!
Dejó de hablar para seguir ese trabajo legendario. Palabra tras palabra enaltecía la literatura, no castellana, sino universal. Tuvo que parar de nuevo para volver a alabarse.
—¡Claro que sí! Algún día, los universitarios estudiarán mi obra. El profesor les explicará mi vida, mis ideas, mi personalidad y mis influencias para comprender mi prosa tan profunda, novela en que se mezcla la pasión irracional con una filosofía bien trabada.
—¡Nico! —Era la abuela, que le interrumpía en su momento de inspiración casi mística—. Deja de escribir y ayúdame a tender la ropa.
—Ya voy… —dijo con la desgana que diría un niño obligado a hacer las tareas de casa.
Fue al patio de luz, ellos vivían en un entresuelo. Intentó hacer rápidamente la faena, mientras cogía las pinzas repasaba mentalmente su composición. La abuela lo volvió a interrumpir.
—¿Aún no estás?
—A fuego lento se cocina mejor, cariño –dijo indignado porque él intentaba ir rápido.
—Ya. ¿Has escrito mucho?
—Bueno, para mí nunca es suficiente.
—Nico, llevas dos horas, suficiente. He dormido yo al niño hace más de una hora y estoy cocinando, tenemos que repartirnos las tareas de casa.
—Totalmente de acuerdo.
Los lloros de Dani llegaron hasta el patio de luz. Mi abuelo dejó lo que quedaba de ropa sin tender y se fue a buscar a mi padre. Parecía molesto, ya no podría escribir más, aunque se le pasó rápido con el tacto del bebé. Le hablaba de sus proyectos literarios:
—Dani, estarás muy orgulloso de tu padre cuando seas un jovenzuelo. Seré un referente mundial para todos los escritores, tú podrás decir que por tus venas corre la misma sangre. No creas que me emociono mucho, que peco de optimista o incluso idealista, no. Tu papá es realista, decir lo contrario sería practicar una falsa humildad.
—Nico, deja a Dani tranquilo con tus historias —la abuela había ido a ver cómo se encontraba el niño, escuchó el final del monólogo.
—Me comunico con mi hijo, no es nada malo.
—No, no lo es. Pero si ahora eres así, cuando vaya a primaria no quiero ni imaginar lo que le dirás.
—Ya seré famoso, él solo lo verá.
—No sé si reír o llorar.
Patricia volvió a la cocina. Mientras tanto, Nico siguió con su discurso triunfalista. Mi padre tenía mal despertar. Le pegó una bofetada por el sueño y porque su madre desapareció de su cuarto.
—Te entiendo, hijo —empezó a decir Nico—. Es como si el destino me dijera que no tengo que perder tiempo, ¡hay que trabajar!
Fue con el niño al despacho y lo dejó sentado en el suelo para seguir escribiendo, sin pensar en nada más. A los pocos segundos, el bebé lloraba, y Nico creyó haber encontrado la solución. Fue al comedor a coger la trona para Dani, pero cuando volvió él había subido el tono de sus gritos. Se calmó al sentarse en su asiento, su padre le puso unos juguetes encima de la bandeja para que jugara.
Lo que no imaginó el abuelo fue que uno de los juguetes sería impulsado por esas manitas hacia la pantalla de su portátil, que se partió tras la colisión y segundos después se apagó. El abuelo gritó un estruendoso: « ¡no! ¡No! ¡Nooo! ». Le pegó suavemente en la mano criminal. Empezó a llorar como si hubiera sufrido un golpe terrible, tanto que Patricia lo escuchó y vino corriendo. Preguntó qué había sucedido, el abuelo le explicó la verdad. Ella no reaccionó bien.
—Eso te pasa por tonto, no tendrías que haber escrito más.
—Perdona, Patricia. Pensaba que era una buena idea.
—Pues no lo es.
—Ya me he dado cuenta.
—Encima de cachondeo. Dame al niño, que no para de gritar.
—Toma —el abuelo volvió a hablar una vez libre del peso de Dani—. Escucha, cariño. No voy a escribir más hoy, ya he comprendido mi error.
—Pero mañana se te olvidará.
—No.
—No te creo. No me das motivos para creerte. ¿Qué te pasa? Antes no eras así.
—No te entiendo, cariño.
—Nico, siempre te ha gustado escribir, lo cual dice mucho de ti. Pero desde que somos padres, te has obsesionado con publicar y ser un gran escritor. Desde que no tenemos la vida social de antes te has encerrado en ti mismo. A causa de la familia vemos poco a nuestros amigos, pero tú con la escritura marginas a la humanidad.
—Ya hablamos de eso, de que tengo menos tiempo para todo. Estoy contento de ser padre, no me arrepiento de haber tenido a Dani. Y me gustaría que estuviera orgulloso de mí.
—Lo estará si crece a tu lado, si estás pendiente de él.
—Patricia, en eso tienes razón. Pero yo opino que aún estará más orgullo si soy responsable con él y un gran escritor.
—No se puede lograr algo así.
—No seas tan pesimista.
—Nico, no solo es por el niño. Quizás ya no me quieres y por eso te encierras en tu ficción —dijo la abuela para expulsar un miedo que hacía días la consumía.
—Cariño, para nada. Yo te quiero, te quiero mucho. También quiero que estés orgullosa de mí.
—Lo estaré si eres un buen padre y un buen marido.
—Te entiendo. Te pido un poco de tiempo, no mucho, ya verás cómo tengo la razón.
La conversación acabó ahí. En esos tiempos, Patricia sufría de ambivalencia. Si por una parte sentía que su amor por Nico se apagaba, por otra no quería aceptar que a él le sucedía exactamente lo mismo. Ella tenía razones para sufrir un desgaste emocional, él no.
El portátil sería arreglado en los próximos días en una tienda informática. Por suerte, solo sufrió la pantalla y no hubo ningún desperfecto grave que lamentar. Esos días, el abuelo escribió en una libreta. Solía escribir a mano, luego lo pasaba a limpio en el ordenador. Daba igual si estaba en el trabajo o en casa, su método no cambiaba.
Durante uno de esos días, el abuelo materno de Daniel fue operado de los juanetes. Patricia estuvo todo el día con él, Nico se quedó cuidando al bebé. La abuela lo llamaba cada dos horas para que su marido le diera un informe del estado del niño. Él respondía que todo iba bien, que no fuera tan mal pensada, que mi padre estaba bien cuidado.
Hasta ese momento, no la engañó. El problema vino cuando tuvo que bañarlo. No encontraba la toalla, la solía sacar la abuela. Miró en el armario del niño, no estaba. Abrió todos los cajones del piso, tampoco había rastro. El armario del matrimonio fue otro motivo de frustración. Estuvo a punto de llamar a Patricia, pero en ese preciso instante pensó que quizás estaría tendida en el patio de luz. ¡Chapó! Por fin la había encontrado.
El jabón, el champú, la crema, el pañal, el bodi, los calcetines y el pijama fueron hallados en el armario de Dani sin ningún contratiempo. Todo este proceso lo hacía vigilando los movimientos alegres de su hijo, pero peligrosos sin un control.
Lo peor de todo fue con la bañera. La dejó encima de la mesa una vez la llenó, la abuela siempre utilizaba ese método. Nico era la primera vez que bañaba a mi padre, siempre miraba como lo hacía la abuela, pero ella no le dejaba hacerlo porque no confiaba en él. Metió al niño en el agua, la temperatura era la correcta, Dani estaba a gusto. El acierto soldó la confianza que, segundos después, fue chapurreada por el niño; que movía los brazos y las piernas, mojando todo el suelo.
Nico se intranquilizó, gritaba a mi padre, aunque de nada servía. A duras penas pudo parar aquel tsunami, hasta que recordó que Patricia le daba un juguete para bañarlo sin tensión. Segundos después, la escena por fin era tranquila, ya que Dani estaba ahogando a una rana.
Nació otro problema. Se pasó con el champú, no había manera de limpiar la cabeza del niño, encharcada por aquel jugo blanco. Una y otra vez pasaba la mano como si fuera un hidroavión, que apaga un incendio. Quizás transcurrieron diez minutos hasta que, por fin, vio todo el color del cabello. ¡Y todavía quedaba limpiar el cuerpo! Manos a la obra. Frotó la piel del niño con la cantidad correcta de jabón y luego no tuvo problema para quitarlo. Había que ver el agua de la bañera, ya no era agua, no, era un pequeño lago de espuma blanca.
Dani pataleó cuando su padre lo sacó de la bañera, con lo cual mojó todavía más el suelo. El abuelo casi se resbaló de tanta agua como había en aquel pantano. Fue al sofá, allí estaba todo preparado. Lo puso encima del cambiador. Tardó veinte minutos en secar al niño y ponerle la crema hidratante. Hubo un momento en que Nico no pudo más y cogió al niño y lo movió de arriba abajo. No consiguió nada, porque se rio todavía más. El abuelo empezó a quejarse en voz alta.
—Pórtate bien, hijo. Así lo único que haces es que vayamos más lentos y no puedas jugar. Joder, menudo momento para operar a tu yayo. Tu madre siempre tiene mi ayuda, pero yo no tengo a nadie. Así que te pido, por favor, que cambies tu comportamiento, si no, lo escribiré y cuando seas mayor te avergonzarás porque todo el mundo sabrá lo mal que te portabas. Para entonces, yo ya seré reconocido como un gran escritor.
La terrible amenaza del abuelo no provocó el efecto deseado. Minutos después, que le parecieron un viaje en el universo infinito, Dani ya estaba vestido corriendo por el suelo. Nico fue un buen padre y evitó que fuera por la zona mojada, para que no resbalase. Lo fregó como pudo, así superó otra dura prueba a trancas y barrancas.
Llegó el momento de la cena, ¡y Patricia sin dar señales de vida! No obstante, ella ya le había dejado la comida preparada, solo tenía que calentarla en el microondas. En realidad, Nico nunca había preparado la comida del bebé, siempre lo hacía la madre, porque para eso gozaba de un año sabático. Al menos, así pensaba el abuelo.
Sentó al niño en su trona. Intentó darle de comer, pero él no quería. Nico se quejaba al niño de que siempre comía con su mamá y con él no. Que fuera la primera vez no era una excusa. Dejó el plato con la cuchara en la bandeja, ya que había perdido la esperanza en que comiera. Entonces sucedió el milagro: Dani agarró la cuchara y como pudo cogió aquella comida triturada. Abrió la boca y se metió el manjar exquisito. Su padre chilló de alegría, había dado un gran paso, realmente él no había enseñado nada a su hijo, pero no importaba. Sentía que era un padre y un escritor excepcional.
Al ser la primera vez, el niño se ensució, también manchó la trona y el suelo. En ese momento, llegó Patricia. Nico creyó que se enfadaría al ver ese caos, aunque sucedió todo lo contrario.
—¡Guau, Nico! Muy bien, Dani come solo. ¿Cómo lo has hecho?
—Yo no lo mimo tanto como tú —respondió altivo.
—Al ser la primera vez, lo ha ensuciado todo. Bueno, no pasa nada, ya lo limpio yo.
—Sí…
El abuelo se quedó tranquilo al ver que no se había enfadado por el desastre del comedor. Dani lloró hasta que no volvió a ver a su madre. Ya no quería comer solo, Patricia acabó dándole la cena. Al final le tocó a su marido barrer, le explicaba lo mal que lo había pasado, confiado en que ella estaba contenta y no se quejaría.
—Claro, yo estaba solo. Tú, en cambio, me tienes a mí.
—¿Cuántas veces me has visto dejar la toalla en el patio de luz? Yo creo que muchas, pero no te fijas porque estás pensando todo el día en tus escritos.
—Tú no me dejas hacerlo —se defendió, consciente de que había enojado a la abuela.
—Porque estás con el niño y a la vez escribiendo o leyendo.
—Hoy no.
—Y me lo echas en la cara, Nico.
—Para nada.
—Indirectamente, sí. ¡Ya has terminado, cariño! ¡Muy bien! —Sacó de la trona al niño, entonces se dio cuenta de que su marido había barrido poco—. Tanto hablar y no has hecho casi nada, el suelo aún está sucio.
—Ahora lo hago, cariño. Tendrías que estar contenta.
—¿Por qué?
—Porque me he entretenido en hablar y no en escribir o leer. Es un paso importante para mí.
—No seas tan irónico, que no te pega.
—La gente cambia.
—Ya, Nico. —Miró seriamente a mi abuelo. Dani ya estaba en el suelo e intentaba coger la escoba para jugar con ella. Nico intentaba evitarlo mientras la escuchaba—. De aquí a dos meses vuelvo a trabajar. Espero que la experiencia de hoy te haya ido bien para coger confianza en ti mismo. Si no te he dejado más responsabilidades con Dani es porque, realmente, sé que no te lo tomas tan en serio como la escritura. A partir de ahora eso se ha acabado, dentro de poco yo estaré poco tiempo en casa. No podré sola con la casa y el niño.
—Yo me lo tomo en serio.
—Te lo tomas en serio, pero más la escritura. Han sido muchas las ocasiones en que yo he echado una siesta con Dani. Tú te quedas escribiendo en tu despacho, pierdes el sentido del tiempo y nos despiertas tarde. Luego cuesta que el niño salga de la modorra, cuando lo hace, ya se duerme tarde.
—Pues si no puedes confiar en mí ponte la alarma del móvil.
—Es un poco, triste, ¿no crees?
—¡Patricia! Nadie es perfecto. Últimamente discutimos mucho —hablaba mientras daba vueltas para continuar barriendo y el niño le perseguía.
—Pórtate bien, Nico.
—Yo me porto como siempre, aunque tú no lo creas. Lo que pasa es que han cambiado tus expectativas. —Mi padre empezó a llorar, ya que no conseguía la escoba.
—Porque soy madre y tú, padre. Somos padres, es lógico que mis expectativas hayan cambiado. ¿Tanto cuesta de entender?
—Lo que a ti no te entra en la cabeza es que se puedan con las dos responsabilidades.
—Lo que a mí no me entra en la cabeza es que iguales la escritura con la responsabilidad paternal.
—No la igualo, Dani es más importante… ¡Para!
El abuelo no aguantaba más el juego de su hijo. Le pegó un cachete débil en las nalgas, algo que no le hizo nada de gracia a la abuela. Cogió al niño, se fue con él a su cuarto para tranquilizarlo y jugaron con sus juguetes.
El escritor dejó el suelo impecable. Sin decir nada se fue a su despacho para continuar con la construcción de su novela, creía que se lo merecía. Empezó a revisar lo escrito el día anterior y volvió a hablar en voz alta:
—No he estado tan inspirado como la semana pasada. Tengo que rehacer todos estos últimos párrafos. Soy consciente de que así no llegaré lejos en la maratón. ¿Qué dices tú? ¡Cállate! No me molesta mi familia para nada. ¡Vete de aquí! Menos mal que ya se ha ido, ¡qué pesada! Siempre molesta y viene cuando estoy con la moral baja, cuando mi prosa sufre una crisis. Venga, Nico, anímate, mejor retroceder que estropear el buen inicio de la historia. Lo conseguiré, lo haré muy bien.