VII
Antonio se había recuperado y estaba descansando en su casa. La única
secuela que le había provocado el ictus cerebral fue una depresión. Sin
embargo, el escritor percibió que María estaba más apocada que nunca, hecho que
le llamó la atención, no mostraba ninguna alegría por su regreso ni interpretó
su personaje de fiel ama de casa. Se limitaba a pasear por el piso, cuidar de
Antonio y beber. Él intentó iniciar una conversación pero ella lo evitaba.
«Cuando estés bueno, hablaremos», le dijo en más de una ocasión. Una tarde, Ana
fue a visitar a María y Antonio. La conversación con el escritor fue áspera y
corta, él se excusó diciendo que se encontraba cansado y se iba a la cama para
dormir la siesta. Las dos mujeres aprovecharon la ocasión para hablar en el
comedor, ellas no sabían que Antonio no había ido a su habitación, la cual
estaba lejos del comedor, sino que había ido a su despacho, desde donde podía
escuchar perfectamente la plática. María y Ana no se percataron porque habían
ido un momento a la terraza y cuando volvieron creyeron que Antonio habitaba en
la modorra.
—¿Cuándo te vas a decidir? —Ana preguntó a María.
—No lo sé.
—¿Tú quieres estar aquí? —María tenía la cara lívida a causa del exceso
de alcohol. Miró unos segundos a su amiga, lloró y se sentó en un sofá. Ana la
consoló, abrazó y encomió—. María, mi única amiga, la mejor amiga que una
persona puede tener. Siento si te presiono, te prometo que no volveré a hablar
del tema hasta que tú quieras.
—No, no es eso. Necesito hablar contigo seriamente, no quiero mentir más.
Primero siéntate, por favor, y escúchame, quiero que me escuches y lo
entiendas. Gracias por tus palabras, pero lo único que consigues es ponerme más
nerviosa, son palabras amables que no me merezco.
—No digas eso, si las personas fuesen como tú, el mundo sería un lugar
hermosísimo —Ana hablaba mientras se sentaba en el sofá y cuando vio el rostro
descompuesto de su amiga cesó de hablar.
—Todos creéis que soy una santa, pero no lo soy. Escucha, Ana, tú me has
visto como estaba estos días en el hospital, tú crees que estaba destrozada por
el infarto cerebral de Antonio, y en parte era cierto y en parte no, déjame
explicarte por favor —dijo cuando Ana iba a interrumpir a su amiga para loarla
otra vez—. Si estaba tan mal en el hospital es porque me he dado cuenta de que
no soy tan buena persona como vosotros pensáis. Si sufría era por temor a que
Antonio sobreviviese, deseaba su muerte, y al mismo tiempo me atormentaba ser
esclava de este deseo, digo esclava porque no sé cómo ha salido dentro de mí,
te juro que no ha sido provocado, todo fue muy natural. Había momentos en que
me aliviaba pensar que sería libre otra vez, que Antonio se iría de mi vida;
otras veces creía que era peor que mi padre, me sentía un ser despreciable y no
sabía qué pensar, estaba hecho un lío. Luego vino Celia y lo empeoró todo, defendí
a Antonio y a Pedro, aunque no creía en mis palabras del todo. Sé que Antonio
es así por culpa de Celia, pero no tiene excusa, si está mal consigo mismo es
porque es débil, tal como dijo Celia. Pensándolo bien, yo también soy débil por
haber aguantado a Antonio durante tantos años. ¡Y no me digas que soy
buenísima!
Ana se sorprendió del comentario desabrido de su amiga, y más teniendo en
cuenta que ella no tenía la intención de hablar. María comentó rápidamente la
última frase porque tenía pocas fuerzas y le costaba sincerarse con Ana a pesar
de estar beoda. Esta entendió que era mejor dejar concluir el monólogo.
—Tu proposición de irme contigo y dejar Antonio me lio aún más. Para que
veas lo ruin que soy, no quiero dejar a Antonio, prefiero que se muera, si él
sigue vivo no descansaré en paz, desconozco el motivo, aunque es así. Necesito
su muerte, me lo debe. Sí, he perdido a Pepe y he sobrevivido, mis padres han
muerto y he sobrevivido, la muerte de Antonio podría significar el fin de una
etapa mía… No sé qué demonios digo. ¿Tú me entiendes?
Ana estaba sorprendida por la confesión, no podía creer que María
sintiese tanto odio. Siempre creyó que no soportaba a Antonio, no obstante,
María había silenciado su locura. Entendió que María también era una mujer, una
mortal, no era una enviada de Dios ni ninguna santa, María sentía amor y odio
como las demás personas. Ana interpretó por sus palabras que la primera
sorprendida por tales sentimientos era la propia María. La periodista pensó
durante unos largos segundos una frase adecuada que no irritase a su amiga.
—Creo que tienes que hablar de tus sentimientos con Antonio. Cierto es
que el tema no es fácil de explicar, sin duda tendrás que emplear otras frases
más correctas. Piensa que Antonio está enfermo, escuchar algo así le puede
hundir más aún en la depresión.
—Ana, también tengo síntomas de depresión.
—¿Cómo?
—Sí, los he leído por Internet y tengo varios síntomas que están escritos
en la página. Estoy siempre cansada, no tengo ganas de hacer nada, tengo deseos
suicidas desde hace tiempo pero no me mato porque sé que Antonio no va sentir
nada.
—Estás segura de que él no te quiere nada, o hasta que te odia.
—Me odia y me echa la culpa de todos sus males, incluso los de su hijo.
—¿Cómo está?
—Sigue en la clínica. Dios, yo quería mucho a ese muchacho, se deshizo de
mí cuando intenté encaminarlo —Ana estuvo más avispada que en el hospital y sí
se dio cuenta de algo e interrumpió a María.
—Has dicho que lo querías, es decir, ya no lo quieres.
—Quiero al niño que fue, no al hombre en el que se ha convertido. Fue un
niño caprichoso y egoísta, aunque no era mala persona. Vivía con su madre pero
venía a mí para contarme algo, pedirme dinero, que le dejase el coche o las
llaves del apartamento para llevarse una chica.
»Fui muy dura con él cuando lo pillé esnifando coca. Le dije que acabaría
siendo un marginado y un inútil, le molestó mucho mi comentario, creo que le
recordé a su madre. Desde entonces rompimos nuestra buena relación, hasta
llegaba a reírse de mí.
»Un día, no recuerdo por qué, me dijo que «no leyese a Góngora porque
acabaría mareada de leer la primera frase», algo estúpido cuando su padre asegura
que Pedro no ha leído a ese.
—María, te repito que creo que Antonio y tú tenéis que tener una
conversación sobre vosotros dos y también sobre vuestra relación con Pedro. Está claro
que una vez fuisteis una familia, no sería la familia perfecta aunquem era una
familia al fin y al cabo. Abre tu corazón antes de que acabes enferma de verdad
y cometas alguna tontería. Has aguantado mucho, ahora que te aguanten.
—Sí, tienes razón, Pedro ha influido mucho en mi relación con Antonio —María
recordó cuando descubrió a Pedro con la droga y cerró los ojos pensando que así
saldría la imagen de su cabeza, lo cual no sucedió. Entonces entendió que no se
atrevía a hablar claramente con Antonio—. No sé si podré hablar con Antonio, es
pronto.
—No, no es pronto. No tienes veinte años, no sois novios. Sois un
desastre y una farsa de matrimonio. Date una oportunidad, si hablas con él,
quién sabe, a lo mejor también das una oportunidad a Antonio.
—Visto así parece bonito… Creo que tienes razón.
La plática duró unos minutos más, Ana se fue porque tenía que trabajar.
María se quedó sola, estaba sentada en el sofá, escuchando el mutismo y
pensando a través de este. «¿Cómo hablo con Antonio? ¿Cómo empiezo la
conversación? ¿Cuándo? ». Sin embargo, el mutismo y sus pensamientos
desaparecieron a causa de los sollozos de Antonio en su despacho. María lo
entendió todo, él había escuchado la charla. Por una parte mejor, ya no tenía
excusa para interrumpir su verdad. La lástima era que se iniciaba la plática
por un suceso patético, o lo era para María. «En fin, como mi matrimonio con
Antonio», reflexionó. Se dirigió al despacho del escritor, abrió la puerta y
allí estaba Antonio llorando, sentado en su asiento, la cabeza agachada,
apoyada en las manos y mirando con los ojos casi cerrados al suelo. Antonio
alzó la cabeza al escuchar el ruido, respiró profundamente e inició la plática.