jueves, 11 de noviembre de 2021

Aniversario de Dostoievski.

 Cuando era adolescente empecé a escribir, pero todos los intentos fueron proyectos estériles. Con veintipocos años sí que acababa lo que empezaba e inicié una etapa de literatura hedonista con el objetivo de evadirme de mis pesares personales. Buscar el placer por el placer para olvidar el dolor fue algo que funcionó a corto plazo, pero a largo se pudrió en un proceso autodestructivo.

Por ese mismo período empecé a leer a Dostoievski, no recuerdo cuál fue el primer libro, pero algo me atrajo de él porque fui comprando más hasta que en el 2008 sufrí otra desgracia de las que no te esperas y de aquí mi temática en mi novela Las curvas no señalizadas.

En fin, en 2008 Dostoievski me atrapó, sobre todo Crimen y Castigo y El idiota. Al año siguiente leí Los hermanos Karamazov y fue cuando cambié totalmente mi temática. Se acabó el ignorar el sufrimiento, hay dolores que te acompañan toda la vida o durante mucho tiempo y uno no puedo ignorarlos, hacer creer a uno mismo que no está sufriendo por algo. Mis cuentos hablaban de sucesos no tan superficiales y se centraron en los aspectos que no queremos ver o simplemente ignoramos. 

En un principio los personajes que más me cautivaron fueron Raskólnikov, el príncipe Myshkin, Nastasia Filíppovna y casi todos los que protagonizan su última novela, sobre todo Aliosha. Más tarde Stavroguin y otros personajes de Los demonios también me llamaron mucho la atención. No sé si existen muchos autores como él, también hay que contar con su adorado Shakespeare, que hayan construido almas tan contradictorias, bondadosas, malignas, nihilistas, conscientes de su maldad y a pesar de su arrepentimiento siguen con su vida y otros, como Raskólnikov, sufren un viaje interior infernal para reconocer su error y entregarse a las autoridades por su crimen, aunque sabe que eso provocará un disgusto terrible a su madre.

Podría estar escribiendo páginas y páginas sobre las novelas del hombre que cambió mi estilo literario y mi interpretación de mí mismo, pero hoy ya se han publicado muchos artículos. Leer a Dostoievski es enfrentarse a uno mismo, a luchar contra nuestros demonios y ser conscientes de que podemos elegir el bien porque en sus novelas siempre hay un rayo de esperanza, aunque se necesita de una lectura tranquila para verlo.

Solo puedo decir en tu aniversario gracias por tu trabajo literario y humano.


domingo, 23 de febrero de 2020

Sinopsis de Las curvas no señalizadas.


S
Sinopsis de Las curvas no señalizadas, mi nueva novela.

Fernando es una persona segura de sí misma e impulsivo. Pero es un hipócrita con su mujer, sus amigos y su familia. Nunca piensa en las consecuencias de sus actos hasta que una desgracia familiar le provoca una crisis que destruye toda su seguridad y sus ideas.
Doro es la prima política de Fernando. Es una joven poeta, reflexiva y con curiosidad cultural. Tras una crisis con Cardenio, su marido y primo de Fernando, comete un error del que se arrepentirá, porque no es consciente de las consecuencias que tendrán sus acciones.
Ambos teorizan sobre sus hazañas para aceptar o evadir su responsabilidad. ¿Son inocentes de sus errores porque la curva no estaba señalizada o son culpables por no conducir con calma para ver los peligros de la carretera?

viernes, 30 de agosto de 2019

Justicia amorosa


Justicia amorosa

Qué haces anegándote en anhelos que jamás serán colmados, confundiendo la justicia con la recompensa que crees merecer; la injusticia, con tu resentimiento; suplantado el dolor de vivir por el ansia de lo no posees, encerrándote en el rencor por lo que no consigues. Pretendes hacer coincidir lo que encuentras con lo que buscas.
Anna Rossetti. Sunt lacrimae rerum.

Lorenzo se duchó con una sonrisa, que era la promesa de una gran tarde. Se limpió a conciencia, el pene fue la parte más cuidada de todo su cuerpo.
Bajó a la calle. Lorenzo vivía en el barrio de Pubilla Cases de L`Hospitalet de Llobregat. Veía esas calles condenadas al caos de la urbanización. Edificios construidos unos sobre otros por la llegada de miles de inmigrantes andaluces, extremeños, gallegos, manchegos, castellanos, leoneses y aragoneses en el crecimiento económico exprés de la década de los sesenta del siglo anterior. Edificios que eran latas que conservaban a los hospitalenses babilónicos.
A Lorenzo le importaba este tema porque era un geógrafo urbano. Le apasionaba la historia geográfica de L`Hospitalet y de su vecina Barcelona. Era profesor de Geografía en un instituto. En fin, era una excusa para no pensar en su cita.
Cogió un autobús. Lorenzo era un enamorado de este transporte porque le permitía ver la geografía urbana. Este viaje no era por amor a su ciudad, sino para ver a Noelia.
Bajó en la Gran Vía, en frente del centro comercial Gran Vía 2. Miró el maná financiero que se había producido en el Gran Vía L`H. Ciudad proteica. Lo que fue un desierto productivo, cambió en el distrito financiero y hotelero de la ciudad, sin olvidar la Ciutat Judicial. Lorenzo pensaba que veinte años antes nadie había querido vivir allí. Era imposible pensar que muchas empresas alquilarían oficinas para tener su sede en L`Hospitalet y no en Barcelona, que habría varios hoteles de cuatro y cinco estrellas con altas ocupaciones turísticas, que en esa ciudad se organizaría un evento tan importante como el Congreso Mundial del Móvil. Edificios con viviendas de pladur se habían colado entre esos negocios; pisos que prometían a los propietarios o inquilinos vivir en la zona alta de la antigua ciudad sin ley; pisos truhanes que conquistaban corazones y meses después los rompían por aquella construcción de una calidad discutible.
Lorenzo comparaba esos edificios con su vida amorosa. Se preguntaba si él no era uno de esos pisos de pladur que tanto habían ilusionado y era cuestión de meses que Noelia viera el error de haber visitado a menudo la vivienda. Se consolaba pensando que, al menos, él no era tan caro porque su precio no había sido especulado por la economía inmobiliaria.
A él le gustaba estar con Noelia, le excitaba como nunca antes ninguna mujer lo había provocado. Tampoco se podía decir que Lorenzo hubiera sido un rompecorazones, pero ese no era el problema. La cuestión era que todas lo habían dejado por aburrido. Era un soso que solo hablaba de la geografía, de los cambios históricos en las ciudades de Barcelona y L`Hospitalet. Lorenzo era consciente de que eso era debido a su timidez. Los introvertidos saben que lo son, pero controlar la timidez es tan difícil como dejar de fumar. El aspecto positivo era que con Noelia no se sentía inseguro, con ella su vida sexual se había expandido a espacios desconocidos.
Noelia era una mujer de cuarenta años, cinco más que Lorenzo. Era la madre de Alba, una de las alumnas del geógrafo que, precisamente, era su tutor. Alba no era una buena estudiante. Había repetido cuarto de la ESO y no mostraba actitud para aprobar el curso.
Lorenzo estaba preocupado por ella y se había citado a menudo con Noelia. Lo que no había esperado era que la madre fuera una persona directa, tan directa que le pidiera salir. De eso hacía tres meses.
La primera cita concluyó en un hotel. Para alguien como Lorenzo, este hecho era un suceso extraordinario. Había conocido algunos aspectos del carácter de Noelia en estos tres meses. Una persona con una mínima autoestima habría cortado con Noelia porque tenía una personalidad fuerte. Lorenzo, poco a poco, iba entendiendo el carácter voluble de Alba: un padre perdido quién sabe dónde y una madre sin vocación ni motivación por cualquier actividad de la vida.
Todos estos antecedentes eran un sol que enseñaba claramente los peligros del camino. No para Lorenzo, que deseaba hacía muchos años emparejarse. Nunca había vivido con una mujer y sus pocos amigos tampoco eran donjuanes. No era que el sol lo cegara, sino que no había estudiado ingeniería de caminos.
Los dos protagonistas no eran atletas y no presumían de un cuerpo atlético. Ambos tenían una curva de excesos en vez de abdominales, las nalgas eran flácidas y no había musculatura en los cuerpos. La cara de Lorenzo era de piel fina, de esas a las que les cuesta envejecer; tenía el pelo rubio y rizado, y siempre lo llevaba corto por la pereza de peinarlo. A Noelia le pesaba la piel de su cara, no era que estuviera arrugada, era que todos sus poros suspiraban de aburrimiento. Era una morena teñida porque ya tenía canas.
Lorenzo inició una conversación sobre un tema importante para él:
—Llevamos tres meses quedando en hoteles.
—¿Y?
—Yo ya estoy cansado —dijo taciturno.
—Ya sabes lo que pienso. No es una buena idea. Mejor así.
—Es una tontería, no tiene sentido.
—¿Por qué? —preguntó Noelia con indiferencia.
—Estoy gastando mucho dinero.
—¡Solo te importa eso! Luego vas de romántico. —Se hizo la indignada.
—Perdona, no es por eso. Lo que pasa es que en nuestra anterior cita me pediste que no fuera tan pesado.
—Es que te lo dejé claro desde el primer día: quedamos para follar y nada más. Yo ya he estado conviviendo con un hombre y desgasta mucho. No me apetece. Sobre el dinero —Noelia frunció mucho la frente—, yo no trabajo y sabes que mis padres pagan el alquiler de mi piso.
—Yo no sé si puedo seguir así —dijo Lorenzo.
—¿Por qué?
—Porque me estoy enamorando de ti.
—No digas tonterías. Salir con un hombre es lo mismo que cuidar a un hijo. No quiero dos.
—Eres la Barcelona que dio la espalda a la playa durante mucho tiempo, pero gracias a los Juegos Olímpicos la ciudad abrazó al mar y se embelleció.
—Lorenzo, deja esas chorradas. No lo entiendo.
—Yo soy la…
—¡Déjalo!
—No te alteres, perdona.
—Es que lo complicas todo. Espero que no se lo hayas contado a nadie.
—Nadie lo sabe.
—¿Ni en el instituto?
—Nadie. —Lorenzo no mentía.
Unas horas después, Lorenzo veía solo una película en su piso. Pensaba en Noelia, ella decía que no era su novia, pero él no estaba cómodo con una relación carnal que no conducía a ningún lugar. Intentó convencerse de que ella aceptaría, algún día, que estaba enamorada de él. Por culpa del dolor de su antigua relación había construido una muralla de defensa como las antiguas ciudades, el muro que había ahogado el crecimiento barcelonés. Cuando tiraron la muralla en el siglo XIX, Barcelona se metamorfoseó de una ciudad provincial en la capital del Mediterráneo.
Este pensamiento positivo fue atacado por otro que ni el mismo Lorenzo sabía cómo había surgido en su cabeza. Lorenzo recordó el desastre de los primeros meses de Barcelona sin su muralla. Esta no solo defendía a sus ciudadanos de los ataques de ejércitos invasores, también de las intensas lluvias que bajaban como avalanchas por la actual Rambla y otras zonas. Sin la muralla, muchas personas fallecieron por el embate de las riadas.
Sobre la evolución de la ciudad, Lorenzo reconoció que fue un cambio más lento que la carrera de una tortuga. Un proyecto que no concluyó hasta 1992, con los Juegos Olímpicos. Lorenzo corrigió esta reflexión, el proyecto barcelonés no había finalizado, solo había que mirar las construcciones de la Torre Agbar o el Fòrum. Sin embargo, el período de 1986 a 1992 fue el reconocimiento internacional de un trabajo laborioso.
Las emociones de Lorenzo se agitaban por subir a la montaña rusa. Ora estaba alegre, ora estaba frustrado, ora disfrutaba gracias al onanismo. Las emociones volubles cedieron gracias a que pensó una idea para salir de los hoteles.
Al día siguiente llamó a Noelia y se lo explicó. El próximo sábado pasearían por el centro de Barcelona. No irían después a casa de ninguno de los dos ni a cenar. Paseo y hotel. A Noelia no le hizo gracia y protestó. Lorenzo la interrumpió, y le dijo que no tenía opción porque él siempre había respetado sus deseos. Ya era hora que lo hiciera ella. Esta respuesta fue una bala sin pólvora, Noelia lo ignoró y le colgó.
Noelia no barruntó que su hija la metería en un aprieto. Alba se peleó con un compañero en la hora del patio que le dijo que era «una tabla de surf: ni tetas ni culo», y ella respondió con una patada en el estómago.
—Suerte que no te he dado en los huevos, maricón de mierda —dijo Alba.
La madre fue al instituto a hablar con el director y Lorenzo. El director le explicó lo sucedido. Pegar era muy grave, pero por el insulto homofóbico expulsarían a Alba un mes. Noelia preguntó cómo sabían que su hija había dicho esas palabras; el director respondió que había varios testigos. Entonces Lorenzo pidió al director que lo dejara solo con la madre de Alba para hacerle entender que la situación era muy grave. Noelia habló cuando se quedaron solos:
—Lorenzo, por favor, la niña está insoportable. No la aguantaré un mes en casa. Antes me tiro por la ventana.
—Yo solo soy el tutor, la última palabra la tiene el director.
—Pero seguro que a ti te hará caso.
—Es posible, Noelia.
—¿Por qué sonríes?
—Porque eres muy egoísta.
—No entiendo.
—Lo digo porque ayer me colgaste.
—¿Solo por eso no vas a ayudarnos? —preguntó sorprendida.
—Por tu actitud tan egoísta. Así no aprenderéis la seriedad del asunto.
—No me puedo creer que seas tan cabrón. Nunca lo habría pensado de ti.
—No te entiendo. Yo solo pienso que la expulsión podría ser una forma de pasar tiempo juntas, de que hagáis las paces. Tu egoísmo no es solo conmigo, también con tu hija. ¿Por qué eres así? ¿Tu ex te maltrataba? Siempre has hablado mal de él.
—Nadie me ha puesto la mano encima nunca —respondió Noelia enojada—. Él decía que solo soy una niña muy mimada. Pero serás cabrón, me estás intentando liar.
—No te entiendo.
—Este rollo de psicología barata lo haces para que vaya a pasear contigo. Si lo hago, entonces convencerás al director para que no expulse a Alba.
—Yo no estaba pensando en eso —dijo Lorenzo molesto.
—¿En qué, si no?
—Pensaba en cortar contigo. Además, no sé si es buena idea que Alba se quede aquí. Las dos necesitáis pensar.
—Nosotras no somos de pensar. No somos como tú ni el director —dijo Noelia en tono altivo.
—Si tú no quieres, al menos, intenta que ella aprenda.
—Lorenzo —Noelia rebajó su agresividad a un tono más cariñoso—, no es bueno mezclar lo personal con el trabajo.
—No lo hago.
—Yo creo que sí. —Noelia lo abrazó.
—Lo haces tú —dijo Lorenzo excitado.
—Tienes razón. He sido demasiado dura con nuestra relación.
—¿Qué? —preguntó Lorenzo emocionado.
—Tengo que relajarme. Te pido paciencia.
—Sí, tampoco llevamos tanto.
—Exacto. Pero creo que te mereces ese paseo. Así aprovecharemos para hablar de Alba y luego de nosotros.
—Está bien.
Alba no fue expulsada gracias a Lorenzo. Le dijo al director que el mejor castigo era hacer los deberes y repasar las asignaturas hasta las siete de la tarde. Él se quedaría con ella de forma voluntaria. Como ha deducido el lector, no fue idea suya, sino de Noelia. La recompensa sería el paseo del sábado por la tarde. Lorenzo no había pensado en chantajearla, sí en dejar a Noelia. Pero su voluntad se derrumbó con un solo abrazo.
El sábado por la tarde estaba muy contento. Era una alegría mitómana. Lorenzo le explicaba la historia de esas calles y Noelia respondía con un «sí» mecánico. Llegaron a la calle Portaferrisa. Lorenzo le dijo que era una de las ocho entradas de la Barcelona medieval, de la segunda muralla edificada en el siglo XII. El nombre era… pero, entonces, Noelia lo cortó y, para no parecer grosera, le preguntó si conocía un sitio agradable para tomar algo. Lorenzo se emocionó al escucharla; por fin salían como una pareja. Respondió que había «bares interesantes en el Born». Se fueron directos. Así Noelia se ahorró la clase sobre la calle Petritxol, la Plaça del Pi, los calls, el templo dedicado a Augusto y otras divertidas explicaciones del profesor.
De camino al Born, Noelia redirigió la conversación. Agradeció a Lorenzo su dedicación a Alba. Él interpretaba en la mirada de Noelia un amor intenso. Había derribado su muralla.
El bar estaba en el passeig del Born. Lorenzo no tenía ni idea de adónde ir. Fueron al primero que vieron. Él sabía que esa zona era famosa, alguna vez había ido con sus amigos, aunque buscándolo a ciegas. Lo mismo que en este momento.
El bar era un local grande, todavía había pocos clientes. Tenía un estilo exótico: las mesas eran de bambú, sin tapete; y las sillas de Ionesco. En las paredes se veían unas láminas surrealistas, como un dibujo de unas moscas devorando el cadáver de un joven, y la foto de una mano con un cuchillo apuñalando a una sombra, no se veía al asesino. Lo más curioso era que en el fondo del bar había unas hamacas en las que cabían dos personas. Lorenzo llegó a la conclusión de que era su día, le salía todo bien. Había acertado con la elección del bar. Se merecía toda esa suerte, había trabajado mucho para que la cita fuera un éxito. Lorenzo llegó a la conclusión de que no era buena idea presionar a Noelia para tumbarse los dos en la hamaca porque acaban de llegar. Más adelante lo intentaría.
A Noelia le apetecía beber vino y pidieron dos copas de un tinto. Lorenzo hablaba emocionado, no era un diálogo, sino un monólogo. Noelia respondía de nuevo con un «sí» mecánico.
En el bar entró un hombre casi cincuentón, peinado para atrás y una barba bien cortada, canoso, con un cuerpo que reflejaba que vivía los últimos años de su apogeo. Escuchó a Lorenzo hablar de la calle más estrecha de Barcelona, que estaba cerca del bar, y vio la cara de aburrimiento de Noelia.
Intervino en la conversación con alegría. Bromeó con Lorenzo, le dijo que cuándo iba a hablar de algún tema divertido. Noelia respondió que, quizás, era él el encargado de divertir el ambiente.
—No quiero molestar, cariño.
—No me molestas —dijo Noelia—. ¿Cómo te llamas?
—Pedro.
—Yo soy Noelia. —Se levantó y le dio dos besos en cada mejilla—. Siéntate, no me molestas.
—Bueno —dijo Pedro mirando a Lorenzo. Noelia se dio cuenta en este momento de su existencia—. Tampoco a él, ¿verdad? —preguntó de forma retórica.
Sin saber exactamente qué había sucedido, Lorenzo estaba escuchando las aventuras de Pedro. Era un camionero que trabajaba en mercancías internacionales. Conocía toda Europa. Estaba divorciado y tenía una hija de veinte años. Noelia le preguntó dónde vivía, el respondió que en la plaza Europa de L`Hospitalet. Solía ir a beber al Born con un amigo, pero se había resfriado y le había dejado solo. Pero eso no era motivo para quedarse en casa, porque era una persona extrovertida que enseguida se amistaba con cualquier persona.
—¿Y tú dónde vives? —preguntó Pedro a Noelia.
—Yo también soy de Hospi, en el barrio de la Torrassa.
—¿Y tú? —preguntó Pedro a Lorenzo por pura cortesía.
—Yo en Pubilla Cases y trabajo en un instituto de Collblanc. Allí doy clases a la hija de Noelia —respondió Lorenzo. Era la primera vez que hablaba desde la aparición de Pedro.
Su miopía emocional no le hizo ver que había dado mucha información a Pedro. Gracias a este comentario, Pedro interpretó con acierto que Lorenzo era un panoli, la marioneta de Noelia. Ahora entendía por qué Noelia se había citado con una persona sin sangre.
Lorenzo estaba incómodo, se fue al lavabo a orinar. Otro error catastrófico, no se podía actuar peor. Al lavarse las manos, se miró en el espejo y vio a un imbécil. No sabía cómo redirigir la situación. Cuando volvió, vio a Pedro que hablaba en el oído de Noelia. Al verlo, fueron educados y se separaron. A Lorenzo no le gustó haber visto a Noelia reír tanto. Ella se levantó y cogió la mano de Lorenzo. Se separaron un poco de Pedro para hablar.
—Lorenzo, lo siento, pero me tengo que ir.
—No entiendo. ¿Me dejas solo con él?
—No.
—¿Te vas con él? —preguntó Lorenzo sorprendido.
—Sí. Me ha invitado a su casa.
—¿Qué? Pero si no lo conoces. Es increíble. Llevamos tres meses juntos y nunca hemos quedado fuera de un hotel. Ahora llega un desconocido y te vas con él después de haber hablado una hora de idioteces.
—No ha sido una charla estúpida, sino muy divertida. Es un cachondo.
—¿Y yo no?
—No.
—Eres cruel. Me has utilizado para que tu hija apruebe la ESO.
—Te aseguro que he intentado que nuestra relación funcionara. Quería estar contigo porque eres buena persona, pero eso no es suficiente.
—No te puedes ir con él.
—No me lo puedes prohibir. No soy tu novia.
—Porque tú no has hecho nada por nuestra relación. ¡Mientes! —gritó, por primera vez, Lorenzo en la discusión.
—Chico, tranquilo —intervino Pedro—. Sé que estás jodido. Pero te aseguro que es lo mejor. Aunque ahora no me creas. Vámonos, Noelia.
Pedro, como un caballero, pagó todas las consumiciones. Se fueron. Lorenzo se aguantaba las lágrimas. El camarero lo había escuchado todo y lo invitó a una copa de vino por lástima. Lorenzo se sentó en un taburete de la barra. Poco a poco fue entrando gente, hasta que se llenó el bar. Miró con envidia a las parejas abrazadas en las hamacas.
El camarero lo invitó a otra copa y se fue cuando la acabó. Caminó hasta la calle de las Moscas, la calle más estrecha de Barcelona, prácticamente no entraba una persona. Recordó el dibujo que había visto en el bar, él era ese joven.
Entonces tuvo claro que no debía soportar esa ignominia. Fue a plaza Europa en metro, un viaje largo, con dos trasbordos. Cuando llegó a plaza Europa se acordó de sus aventuras con Noelia en el hotel que estaba cerca de allí, pero lo olvidó rápido. Ahora lo importante era que sin una pistola o un arma blanca no podría vengarse. Él no era Bruce Lee. Por mucho que fuera el odio que lo consumía, no significaba que pudiera llevar a cabo con éxito su plan. Cambió de idea. La foto de la mano apuñalando a la sombra, esa era la opción más válida. Ese cuchillo era una tabla que le surfearía por el violento oleaje de su odio.
No había muchos bloques de viviendas en esa plaza, lo cual no significaba que fuera fácil encontrar a los criminales. Lorenzo quería justicia. No era venganza, sino una cuestión de dignidad para la buena gente que buscaba con honra la felicidad, que actuaba con bondad con las otras personas. No podía quedar impune la injusticia cometida contra la suerte por la que tanto había trabajado. Según Lorenzo, lo había hecho con raciocinio, no a ciegas.
Se fue al centro comercial. En el hipermercado compró un cuchillo jamonero. Salió con él en una bolsa del súper y volvió a la plaza Europa. «¿Y ahora qué?», se preguntó a sí mismo. Llamar piso a piso en los interfonos de todos los bloques era una opción estúpida. Gritar el nombre de Noelia solo provocaría que un vecino llamara a la Guardia Urbana. Tanta actitud justiciera para ni siquiera empezar el castigo ejemplar a Noelia y Pedro.
La ilusión volvió apoderarse de él cuando vio la silueta de un cuerpo femenino con el perfil de Noelia. La realidad fue amarga otra vez con él, no era ella. Parecía, que no existía la justicia.
Se sentó en un banco y se aguantó las lágrimas. Esperó una hora sin saber qué hacer, hasta que ocurrió el milagro.
—Lorenzo, ¿qué haces aquí? —preguntó Noelia con un tono cansado.
—Noelia, ¡joder! Estás horrible —Lorenzo se acercó a ella—. Estás despeinada. No…
—Cuidado —dijo Noelia cuando él la abrazó.
—¿Te duele?
—Sí.
—Maldito. Se va a enterar. ¿Dónde vive? —Fernando se alejó de ella y oteó la plaza.
—Déjalo, por favor.
—No.
—Llévame a mi casa. Estoy cansada.
—¿Qué?
—Por favor.
—Claro.
Nunca había escuchado dos frases seguidas de Noelia con tanta educación. Quizás la deslealtad de la tarde había sido para que valora más su relación con Noelia y, sobre todo, que ella entendiera quién era su novio ideal.
Llegaron al barrio de Noelia. Iban cogidos de la mano, ella había insistido en ver lo que tenía en la bolsa, pero Lorenzo se había negado a enseñarle el cuchillo. Al salir de la parada de metro, Noelia le pidió a Lorenzo ir al parque de al lado. Lorenzo se decepcionó de nuevo. Noelia le explicó que era porque Alba estaba en casa y no sabía que salían juntos.
—Te prometo que mañana te presentaré como mi novio.
Lorenzo se puso más eufórico que el bando vencedor de una guerra. No dudó de que había recogido su siembra. Se sentaron en un banco desde donde se veían los hoteles del distrito financiero. Lorenzo no se dio cuenta por la excitación que le enloquecía. Intentó besar a Noelia. Cuando ella lo rechazó, se extrañó.
—¿Qué pasa? —preguntó Lorenzo.
—Pienso en Pedro.
—Ya ha pasado —dijo con un tono empalagoso.
—Es que te habría matado si lo hubieras encontrado.
—No me habría asustado.
—¿Por qué? —preguntó Noelia con sorna.
—Porque tengo esto. —Lorenzo enseñó el cuchillo jamonero.
—Te habría bloqueado.
—¿Cómo lo sabes?
—Tú no has matado ni a una mosca —respondió Noelia con desdén.
—¿Y él sí?
—La verdad es que es un cabrón.
—Y eso te gusta —afirmó Lorenzo deprimido.
—Sí.
—Y lo dices tan tranquila. ¿Por qué me has traído aquí? ¿Por qué me has prometido salir conmigo?
—Para que no te mate. Yo no soy una asesina.
—Eres egoísta —dijo Lorenzo enojado.
—Ya te dije que soy una mimada.
—Recuerda que te ha golpeado.
—Estaba a cuatro patas y sus azotes han pasado a puñetazos. Cuando hemos terminado, me he ido y él me ha dicho que volvería porque he disfrutado mucho. Y lo peor de todo es que tiene razón.
—Es un criminal y te gusta. No, la culpa no es de que seas una mimada, tiene que haber algo más.
—Ni yo lo sé.
—Yo lo que sé es que me has traído aquí con mentiras, y todo para dejarme.
—Para salvarte. He sido mala contigo, pero no soy una asesina.
—Ahora te lo tengo que agradecer. —Lorenzo se levantó, se giró un momento y vio un hotel desde la lejanía—. Mira ese hotel rojo. Hace años era imposible que hubiera un edificio así en nuestra ciudad. Pero gracias al mamoneo especulativo tenemos algunas zonas bien cuidadas y el resto de Hospi está olvidado.
»Así me siento yo, como un trabajador honrado que no consigue nada; Pedro es el inversor que especula inmoralmente con su dinero y se aprovecha del trabajo de los demás.
—No lo veo así.
—Pues bien, estoy harto de ser el tonto, el bonachón pagafantas —Lorenzo levantó el cuchillo.
—¿Qué vas a hacer?
—Ahora te asusto, seguro que vas a correr.
—Lorenzo, piensa, por favor, tú no eres así.
El cuchillo corrió en dirección al pecho de Noelia, que le agarró la muñeca porque era un ataque con poca fuerza. Lorenzo lloró y soltó el cuchillo.
—Qué injusto es todo —dijo Lorenzo.
—Ya te dije que no quiero criar a dos hijos —dijo Noelia con mucha rabia.
—Y, claro, Pedro no lo es.
—Él sabe estar solo. —Noelia se había dado la vuelta para irse y se giró para hablar de nuevo—: Hazte un favor y mátate con este cuchillo. —Tiró el cuchillo al suelo.
Lorenzo reflexionó un buen rato en el banco. Se levantó, cogió el cuchillo y lo guardó en la bolsa. Quería llegar rápido a su piso y cogió un taxi. Cuando ya estaba en su casa, miró la ciudad por la ventana.
«L`Hospitalet, como cualquier ciudad, como la vida, es una hormigonera que nos remueve hasta endurecernos. Nosotros somos la masa para asfaltar las calles. Hay materiales que resisten mucho, otros menos. Hay calzadas que están castigadas por el paso de los vehículos; hay algunas que no. Sin justicia para todos por mucho que trabajen», pensó Lorenzo.
Lorenzo abrió la ventana, tiró el cuchillo y habló en voz alta para convencerse a sí mismo:
—Soy como Hospi y Barcelona, ciudades que tardaron en confiar en sí mismas para mostrar su belleza al mundo. Insultadas, cercadas, atacadas y humilladas. Hemos aprendido de nuestros errores y hemos seguido creciendo. Algún día, alguien sabrá valorar mis monumentos: mi bondad, mi cariño, mi inteligencia y mi curiosidad.
«Es cierto que tengo que ser menos cansino con el tema de la seriedad en una relación y, sobre todo, no fijarme en la primera chiflada que se cruza en mi camino. Algún día, veré este episodio no como una ignominia, sino una lección de la vida. Es importante la autocrítica, que me ha faltado hasta ahora, para cuando crezca mi ciudad no olvidar la inversión en otros barrios como la bondad o la curiosidad.
Lorenzo cerró la ventana y se fue a dormir.

L`Hospitalet de Llobregat. Sábado 24 de febrero de 2018.

martes, 9 de abril de 2019

El pervertido


Título de la obra: El pervertido
Autor de la obra: Lluís Llurba Torre.

«Porque solo son sinceros los salvajes y los animales».

Antón Chejov. La desgracia.

Llevaba años sin tener noticias de Ramón. Fuimos compañeros en la EGB. Yo había conservado alguna amistad de esa etapa de mi vida, pero no había vuelto a ver a casi a ninguno de ellos. Ramón y yo tuvimos una buena relación, pero no íntima. Él perdió a todas sus amistades porque su familia se trasladó a Wolfsburgo; el padre era ingeniero industrial y aceptó una suculenta oferta para trabajar en el grupo Volkswagen. Justo ese año tendría que haber empezado el instituto en Barcelona.
Ramón volvió a la Ciudad Condal seis años después con su madre tras el divorcio de los progenitores. El padre se quedó en Alemania y, a partir de ese momento, la relación con su hijo perdió la fluidez de los tiempos anteriores. Ramón estudió, una vez instalado de nuevo en Barcelona, la Formación Profesional de Prevención de Riesgos Laborales; al finalizarla, empezó a trabajar en Ergasia, una empresa de servicios de prevenciones, formada por técnicos y médicos. Allí conoció a Maribel, la que sería su esposa y madre de sus dos hijos.
Mi excompañero, como la mayoría de la humanidad, se abrió una cuenta en Facebook. Le divertía buscar a personas a las que hacía años que no veía. Encontrar a una era encontrar a cinco. Al principio solo lo hacía para curiosear en sus muros y saber cómo los había tratado la vida. Pero un día, Alfredo, uno de los alumnos de nuestra clase, le escribió por el Messenger de Facebook. Se contaron por encima sus vidas y no perdieron el contacto, aunque tampoco se atrevieron con los temas personales.
En pocos días habló atropelladamente con cuatro más y a la semana siguiente crearon un grupo del curso en la red social. Fui invitado a entrar en el grupo por África, que es una de las pocas amistades que no murieron después de la escuela. Yo también había vuelto a retomar el contacto con ciertos compañeros, pero con Ramón, no sé por qué, no me había escrito.
Fue la misma África quien propuso organizar una cena para vernos las caras. Casi todos aceptaron, aunque costó encontrar una fecha para coincidir. Quedamos en abril de 2009, cuando la cena se había ideado a finales del año anterior.
Y la tan ansiada noche llegó. Todo fueron abrazos fraternales, besos cariñosos y mucha alegría. Los caballeros piropeamos a todas las damas por conservar su belleza y las damas alabaron nuestra defensa exitosa contra el desgaste del tiempo. No obstante, entre hombres hubo alguna burla inocente como la violencia. A mí, por ejemplo, uno me dijo que mi alopecia era la evolución de la humanidad; según él, los hombres como yo estábamos un peldaño por encima de los melenudos como él.
Con quien más disfruté de las conversaciones fue con Ramón, África, José Manuel, Pepe y Jessica. Estos expresaban un humor inteligente parecido al mío, charlábamos con mucha ironía, pero sin ataques personales. Quizás a África fuera la que más le costaba nadar por ese caudal, la que menos controlaba la fuerza de un río tan peligroso como es la ironía.
De camino al restaurante organizamos pequeños grupos en aquella manada de treinta personas. Al que más le costaba integrarse en una divertida conversación era a Alfredo. Cuando alguien le había explicado lo bien que le había ido la vida —nadie quería hablar de sus desgracias personales—, su mirada se había arrugado hasta la vejez. No sé la causa, pero al entrar al restaurante y sentarnos en la mesa, Alfredo ocupó una silla al lado de Ramón; puede ser que le cayera mejor que todos los demás.
Como he escrito anteriormente, éramos muchos y, por lógica, era difícil entablar una única temática para que habláramos todos; en cada mesa había un tema diferente y, más o menos, nos íbamos entendiendo.
Explicamos nuestras vidas. Yo; que, por cierto, me llamo Toni, comenté que era un novelista y profesor de Literatura en un instituto, lo que llamó la atención de mis compañeros. Todos contamos nuestras vidas: las parejas, los hijos, los trabajos, los suegros; y también opinamos sobre la evolución del mundo durante estos años y el cambio de los profesores de nuestra escuela. En fin, tuvimos que eliminar ciertos capítulos de nuestras vidas porque si no nunca hubiéramos salido del restaurante.
Fueron las relaciones personales las que destacaron por encima de cualquier tema. Cada miembro vigilaba sus palabras, porque tampoco había una confianza soldada, pero sí que dijimos las típicas bromas. Todo empezó por un comentario mío:
—El secreto de mi matrimonio ha sido tener la última palabra. Ella decide algo y yo digo: «vale». —Todos los de la mesa rieron.
—En mi caso no era muy diferente —empezó a hablar Alfredo—, yo mandaba y ella decidía. Hasta fue ella quien inició el proceso de divorcio.
Este último comentario fue un arsénico que intoxicó la cena, aunque África endulzó la noche.
—Vamos, no os quejéis tanto. Mi marido tiene una amante, una puta barata que se llama cerveza. Si por él fuera, estaría más con ella que conmigo.
—Y no te olvides del fútbol. Fútbol en casa para ver al Barça y fútbol los sábados por la mañana para ver jugar a los niños. Eso sí, tengo que reconocer que mi marido friega y cocina: sabe freír los huevos. —Todos, excepto Alfredo, volvimos a reír tras el comentario de Jessica.

El resto del cuento se puede leer en la revista Almiar:
https://margencero.es/margencero/lluis-llurba-torre-relato-el-pervertido/

domingo, 17 de marzo de 2019

Esconde a la niña.


Esconde a la niña

Dedicado a Imade.

hay un pájaro azul en mi corazón que
quiere salir
pero soy duro con él,
le digo quédate ahí abajo, ¿es que quieres
hacerme un lío?

Charles Bukowski. El pájaro azul.

Idara estaba limpiando la habitación de un hotel. Era su tercer día de trabajo, el primero sola. Las dos jornadas anteriores había estado acompañada por Andrea, que era la compañera que le enseñó las labores.
El hotel era de cinco estrellas y estaba ubicado en Barcelona. Las habitaciones eran tan grandes como el piso de un trabajador de clase media. Sus funciones como camarera de piso eran varias: cambiar las sábanas de la cama, las toallas y los productos higiénicos del lavabo; reponer la nevera; limpiar la cafetera; aspirar la habitación y la terraza; además, tenía que avisar de cualquier anomalía a su gobernanta.
Ese día comenzaron muy tarde a trabajar, porque los clientes no salían de sus habitaciones y, lógicamente, no los podían molestar. La gobernanta aprovechó para hablarles de los errores de cada una, pero se alargó tanto que no empezaron hasta las diez y media de la mañana, cuando la jornada comenzaba a las nueve. Y eso que algunos turistas habían salido media hora antes, hecho que le habría ido bien a Idara porque, como era novata, tardaría más en acabar.
Juana, una de sus compañeras, fue a preguntarle cómo le iba sola.
—Bien, gracias por preguntar —respondió Idara.
—Me alegro. Es una pena que hoy tenga libre la supervisora. Ella es buena persona, te habría ayudado.
—Sí, la verdad es que me ha caído bien. Estos dos días ha estado pendiente de mí, aunque Andrea me enseñara. Me dijo que hoy haría seis habitaciones y que cuando fuera más rápida haría las siete.
—Depende. Recuerda que ella es la segunda jefa y que la gobernanta, que es la que manda realmente, puede decir otra cosa. —Juana miró hacia la puerta. A Idara le pareció que estaba nerviosa al hablar de la gobernanta—. Bueno, guapa, voy a seguir con lo mío, que no es poco. Que vaya bien.
Estaba de buen humor a pesar de todas las responsabilidades. Un nuevo trabajo siempre ilusiona, aunque Idara había tenido experiencias negativas en los anteriores hoteles en los que había trabajado como camarera de piso. Las sábanas eran ligeras como plumas; cuando las alzaba parecía que volaban y su caída era un aterrizaje suave. El lavabo había quedado tan brillante como en los anuncios de la televisión y el espejo reflejaría hermosura hasta de la persona más monstruosa del planeta. La aspiradora corría como una moto que la hacía sentir libre y cuando estaba en la terraza el aire le peinaba sus trenzas como si fuera una actriz en una película romántica. Y lo mejor de todo, el cliente había dejado diez euros de propina en la mesita.
Esa nueva habitación, la tercera de la jornada, había quedado perfecta. La gobernanta no podría gritar a Idara, como en la primera, porque habían quedado unas arrugas en la cama que había hecho. La trabajadora estaba en la segunda habitación y la superiora le pidió que la acompañara para ver los errores que había cometido, aunque solo fueran unas simples arrugas, aunque tuvieran que subir una planta y perder varios minutos. Idara no le contestó, porque sabía por experiencias anteriores que estaría indefensa ante la gobernanta.
Cuando limpiaba la cuarta, vio que su niña salía del escondite, y no le gustó. La miró mal, hecho que ignoró la pequeña. Habló a la niña en edo, el idioma de ambas, uno de los muchos idiomas que se hablan en Nigeria.
—Vuelve a esconderte. Te he dicho muchas veces que no salgas. Ya nos hemos metido en muchos problemas en los anteriores sitios. Hazme caso.
La niña no respondió porque estaba deprimida. Se aburría, sabía que no debía salir, pero no podía evitarlo. El aburrimiento era una carga más pesada que el miedo.
—Te entiendo, niña. Perdona por haberte hablado mal. Vuelve, por favor. Te prometo que jugaremos al salir del trabajo. Aquí solo conseguiremos meternos en un follón.
La niña obedeció y se escondió. Idara se tranquilizó, porque recordaba los episodios anteriores en los que la chiquilla había hecho las típicas travesuras de su edad.
Siguió con la faena. Cuando acabó de limpiar esa habitación se fue a comer en la meeting, el lugar donde lo hacían los trabajadores del hotel. En el centro de la meeting había cinco mesas cuadradas juntas, cubiertas por un tapete que parecía un trapo sucio. Las sillas eran desplegables, de esas que se utilizan para la barbacoa de un domingo por la mañana y luego no se sabe dónde meterlas cuando se vuelve a casa. En un lateral había una mesa rectangular con bandejas de comida.
Los operarios de mantenimiento bajaban a las dos de la tarde. Las camareras de piso llegaban las últimas, a las tres y media, y cuando cogían la comida se encontraban las bandejas medio vacías, o vacías completamente. Solían comer ellas solas. Ese día estaban Idara, Andrea, Juana, Fátima, Osayi, Amaya, Tatiana, Lorena y Martina. Eran de varias nacionalidades. Laura era la única española, lo cual no significara que no se entendieran en castellano.
—¿Cómo ha ido el primer día sola? —preguntó Andrea a Idara.
—Bien, pero estoy cansada.
—Siempre estarás cansada —dijo Laura.
—Para lo que pagan —protestó Juana.
—No solo es eso. La jornada es de seis horas, pero llevamos más de seis. Ahora bajamos a comer y tenemos que terminar en menos de veinte minutos…
—Y yo fumo, Amaya. Tengo que comer en menos de quince.
—Ya, Juana.
—Perdona que os interrumpa —dijo Idara—. ¿Cuándo tardasteis en firmar el contrato?
—Tres meses —respondió Andrea.
—Es mucho.
—Sí, Idara.
—No es justo que curremos sin firmar el contrato —dijo Lorena.
—No. Nos dan de alta en la Seguridad Social y el contrato no lo vemos en meses. En su momento me putearon porque yo vivía con mis padres y quería vivir con mi novio. Tardé un huevo en poder alquilar porque no tenía el puto contrato.
—¿Y el de tu novio? —preguntó Fátima a Amaya.
—También tiene una mierda de trabajo.
—A mi marido lo han despedido. Ahora cobra del paro. Si no consigue curro alquilaremos una habitación, la del niño, y él dormirá con nosotros.
—Fátima, te pasa como a mí. Los viejos están en nuestros países y aquí nadie nos puede echar una mano. Este sueldo no ayuda, pero algo es algo. Tengo que aguantarlo como sea, a pesar de que nos traten como a una mierda —habló, por primera vez, Tatiana.
—Cobramos seis cientos treinta euros, con las pagas dobles prorrateadas, y las horas extras no nos la pagan. Cobraríamos más si fuéramos contratadas directamente por la empresa, pero somos subcontratas y así hacen lo que quieren con nosotras —dijo Martina.
—Eso pasa en todos los hoteles. Yo soy nueva aquí, pero he estado en otros, aunque no de cinco estrellas como este. Uno era de cuatro y allí, para limpiar una habitación, tardaba diez minutos si no estaba muy sucia. Pero aquí son tan grandes que hoy he tardado una hora en cada una. Y eso que estaban muy decentes, poco había que hacer…
—Yo llevo un año y tardo cuarenta minutos, más de una hora si hay mucha mierda —interrumpió Andrea.
La conversación finalizó por la aparición de la gobernanta. Solía comer con las empleadas, era insólito que ese día no lo hiciera. Nadie lo comentó e Idara sabía el motivo: ninguna se atrevía a hablar de la gobernanta ni a sus espaldas.
—Escuchad chicas —empezó a hablar con suavidad—. Llego tarde para comer porque he estado reunida con la empresa. Los de arriba han decidido que, a partir de mañana, no nos entrará la comida. Me incluye hasta a mí. Si queremos comer, a partir de mañana, tendremos que traer de casa lo que sea. Yo no estoy de acuerdo con esta decisión, pero no podemos hacer nada. La empresa dice que no le salen las cuentas. Además, vuestro contrato es de seis horas y la ley no obliga a que os den de comer. Solo nos afecta a nosotras. El hotel no tiene nada que ver. La empresa de mantenimiento, por poner un ejemplo, no dejará a sus operarios sin comer, solo la nuestra.
Se hizo el silencio durante varios segundos, que para Idara fueron interminables. Pensaba que tenía mala suerte, al sufrir los recortes de la empresa en su segunda jornada. Sabía que nadie reivindicaría sus derechos delante de la gobernanta, ya lo había vivido en sus trabajos anteriores. Las palabras duras que había escuchado antes de que llegara la gobernanta, no iban a pronunciarse de nuevo.
Idara también estaba callada, pero habló la niña, como en las anteriores ocasiones que la joven había vivido episodios similares. La intentó amordazar, porque había tenido problemas, incluso la habían despedido, por las palabras de la niña, aunque al final desistió, como siempre.
—¡Es más que injusto! —dijo indignada—. Llevo dos días aquí y ya he hecho tres horas más cada día, cuando en la entrevista me aseguraron que haría seis horas y limpiaría siete habitaciones. Pero es imposible limpiar siete en seis horas porque son muy grandes. Para colmo, ahora nos quieren dejar sin comer, y así tardaremos más porque no tendremos fuerzas.
—No me has escuchado, niña, he dicho que podemos traer la comida de casa —respondió la gobernanta.
—¡Claro! Una llega reventada a casa y tiene que cocinar para la cena de esa noche y la comida del día siguiente. Si no nos dan la comida, lo que tenemos que hacer es largarnos a nuestra hora. Si son seis horas, son seis horas. Y la ley obliga a la empresa a que tengamos un pequeño descanso. La habitación vale seis cientos euros por noche, nos merecemos cobrar más. Seguro que el hotel seguirá pagando a la empresa y esta se quedará con la pasta.
—Eso no es así. Podrás comer lo tuyo, pero rápido, porque la empresa se queja de que sois lentas. Esa es otra razón de por qué os la quita. Y tú, Idara, eres de las más lentas.
—Voy muy rápida para ser nueva.
—Más que currar, hablas rápido, niña. Si abres tanto la boca irás a la calle. Hay muchas que entrarán encantadas y con los labios cosidos —dijo la gobernanta.
—Eso sí que tiene gracia. No he firmado ni el contrato y ya quieres enviarme al paro. ¿Cuándo firmaré mi contrato?
—¿Qué te dijo la que te hizo la entrevista?
—Que esta semana vendría alguien de la empresa al hotel para que firmara.
—Ya… —Rio la gobernanta.
—¿Y para qué quieres el contrato? —preguntó Amaya con la misma indignación que cuando hablaba de su caso.
—Escucha, niña, ya estoy harta de esta conversación. Que sea la última vez, Idara, que traes a la cría al curro. Mira a tus compañeras, ninguna la ha traído. Yo estoy más cabreada. En mi contrato está escrito que me entra la comida y ahora no sé de qué coño me sirve. No te lo volveré a repetir: la próxima vez que traigas a la niña, aunque no monte una escenita, vas a la puta calle.
La niña, por fin, obedeció y se resignó como un adulto. Idara no acabó de comer y se fue a trabajar. No quería estar más en la meeting con la gobernanta.
Cuando estaba limpiando la quinta habitación se dio cuenta de que Osayi, que era su paisana, no había hablado ni antes ni después de la llegada de la jefa. Daba la impresión de que su compañera había escuchado el pensamiento, porque entró segundos después. Hablaron en el idioma de ambas, el edo.
—Me ha dicho la jefa que hagamos juntas una habitación, porque el cliente tiene el cartel de «no molestar» en la que me toca a mí.
—Supongo que las dos tendremos que hacer esa luego.
—Sí, paisana.
Idara hacía la cama y se encargaba del dormitorio y Osayi limpiaba el lavabo. Después de tanto trabajo, las sábanas pesaban como un muerto y la aspiradora costaba tanto de empujar como un mueble lleno de ropa. Para colmo, no había propina. Idara acabó antes que su compañera y fue a hablar con ella.
Entonces vio a su paisana hablar con su niña. Osayi le decía que ya quedaba poco para irse de ahí y le agradecía que se hubiera escondido cuando la niña de Idara salió enfadada.
—A mí también me apetecía —respondió la niña.
—Sí, pero tú no eres una mimada como la niña de Idara. Se ve con claridad que mi paisana la permite cualquier capricho.
Osayi se extrañó cuando vio que se escondía de nuevo. Se giró y vio a su compañera con cara de pocos amigos. Le pidió disculpas. Idara, tras pensarlo unos segundos, las aceptó. Esta última pensaba que no valía la pena enojarse por cualquier acto hipócrita de quien fuera. Por esa misma lógica no dijo nada a Amaya, no valía la pena ni comentarlo.
—Así que te vas de aquí. ¿Lo sabe la gobernanta?
—No, paisana. Mañana lo sabrá.
—Pero mañana no vienes.
—No. Estoy harta de estar aquí. Tú deberías hacer lo mismo.
—¿Por qué? —preguntó Idara con curiosidad.
—Porque tú no necesitas estas cuatro perras como nosotras. Tú tienes más suerte. Lo constaste ayer. Eres una negra afortunada.
—Me enamoré del hombre adecuado.
—Sí, paisana, un español que trabaja en una fábrica y que cobra mucho más que nosotras. ¿Tanta falta os hacen estos seiscientos euros?
—Osayi, ¿acaso no recuerdas que te dije que tenemos dos hijos? Tú sabes que mantenerlos es muy caro. Queremos que vayan a buenos colegios y eso solo es posible pagando. Con el sueldo de mi marido no llega para todo. Podemos pagar los estudios y las actividades extraescolares con el dinero que yo gano.
—Ya, te entiendo. Yo no puedo hacer ni eso. Mi marido curra también en una empresa de limpieza. Él está bien porque limpia en una fábrica. Gana más que yo, pero no llega a los mil euros. No pasamos hambre, pero la vida es muy cara. Además, enviamos dinero a la familia que vive en Nigeria.
—Esa es otra razón por la que trabajo —dijo Idara—. He enviado currículums a empresas como las de tu marido, pero no me llaman.
—A mí tampoco y eso que él trabaja allí.
—Entonces, ¿no seguirás currando?
—Sí, he conseguido otro. Voy a limpiar la concejalía de mi barrio. El horario es de seis a diez de la mañana. Ganaré poco más de trescientos euros, más dos pagas dobles. Pero lo más importante es que hay mucha menos faena.
—Me alegro —dijo Idara.
—Gracias. Espero que tengas suerte y encuentres algo mejor. Si sigues en este mundo te abandonará la niña como a las demás. Ya has visto cómo están de amargadas.
—Sí. La verdad es que pensaba que a ti también te había pasado.
—Pues lo ha intentado más de una vez, pero yo la detengo. No quiero acabar como esas desgraciadas, aunque tampoco es bueno mimarla como tú haces, paisana.
—¿Por qué?
—Porque seguro que ya te ha metido en algún problema y lo seguirá haciendo. Aprende a controlarla. Ella tiene que aprender que no puede quejarse por mucha razón que tenga. Tiene que ser falsa como un adulto aquí dentro, para jugar como una niña afuera.
—Sí. Se lo he dicho muchas veces, Osayi, pero no me hace caso.
—No te impones, Idara. A veces hay que ser dura, aunque no te guste…
—¡Estáis aquí, dándole a la lengua, sin hacer nada! —gritó la gobernanta, que acababa de entrar al lavabo buscando a Idara —. Vamos, Idara, a ver qué coño has hecho. Osayi, acaba de una maldita vez.
Osayi no la miró y continuó limpiando. Idara siguió a la gobernanta, que miró con lupa la habitación.
—Ajá. Ven, Idara, mira esto.
Era la mininevera. Había una botella pequeña de whisky rellenada con agua. Había pasado el trapo al frigorífico, pero estaba tan cansada que no se había percatado del engaño del cliente.
—No te puedes fiar de los clientes por mucho dinero que tengan, aunque esto sea un hotel de cinco estrellas —gritó la gobernanta.
—Sí, lo siento.
—No me sirven tus excusas ni que hables ahora tan bajo. Lo has hecho muy mal, tienes que espabilar, pero, para que veas que soy buena persona, te voy a dar otra oportunidad. Eso sí, vas a la puta calle como vuelvas a no acabar tu faena y encima estés hablando con una compañera, ¿entiendes?
Idara no respondió y la niña tampoco. Al cabo de cinco minutos, Idara y Osayi estaban limpiando otra habitación. Al finalizar, la gobernanta supervisaba el trabajo, sobre todo el de Idara.
—¡Oye, tú! ¡Ven! —gritó la gobernanta a Idara.
—¿Qué pasa?
—Mira esto.
—No veo nada.
—¡No es que esté mal la habitación!
—No entiendo.
—Estás recogiendo el carro para irte.
—Sí. Ayer me dijo la supervisora que, al ser el primer día que estaba sola, haría seis habitaciones.
—Lo siento, pero tienes que hacer otra.
—¿Qué?
—Sí, la de un cliente que se acaba de ir. Aquí hay que limpiarlas todas, da igual la hora, los clientes pagan mucho. Tú tienes que hacer siete.
—Ya no puedo más…
—Lo siento.
—Son las cinco y media de la tarde, no terminaré hasta las seis y media por lo menos, y luego tengo que preparar el carro para mañana.
—Así aprenderás. Idara.
—Quiero ver a mis hijos.
—Es lo que hay.
Idara se quedó, se despidió de Osayi y se desearon suerte. Nunca había visto tan sucia una habitación. Había excrementos esparcidos por el suelo del lavabo, semen en la mesa, el suelo estaba pegajoso por el alcohol y la nevera olía fatal. Idara la abrió y casi vomita al ver, precisamente, un vómito del cliente.
Empezó, aunque ya no tenía fuerzas. Tardó una hora y media. Durante ese tiempo, vio que sus compañeras se despedían. Laura le comentó que esa pocilga era para Juana, pero se había quejado a la gobernanta, que al verla, le dijo que no la hiciera porque era para Idara.
El hedor del lavabo eran unas manos que la estrangulaban. El espejo limpio reflejaba a una joven con la cara de una anciana cansada. Tuvo que fregar el suelo dos veces y el agua del cubo tenía color de excremento. Aspiraba la terraza y el viento enfurecido la fustigaba como si fuera una esclava. No había propina, pero eso ya no importaba.
Cuando acabó, a las siete de la tarde, la gobernanta supervisó todo y reconoció que había hecho una buena labor con tanta basura como había. Y, lo más importante, no había ni rastro de la niña.
—A mí también me joden los cerdos como este último cliente. Yo me he quedado contigo.
—Sí —dijo Idara. Pero la niña pensaba por dentro que ella no trabajaba, solo mandaba.
—No he visto a la niña desde que hemos discutido, muy bien. He sido dura contigo para que no vuelvan a despedirte como en las empresas anteriores. A mí no me gusta, pero es lo que hay.
—Gracias. —Aunque la niña creía que todo era mentira. Su tono de voz era el de la satisfacción de un sádico tras humillar a su víctima.
—Aún eres lenta trabajando. Mañana trae un bocata, así comerás rápido y tendrás más tiempo.
—De acuerdo —afirmó, aunque la niña decía, en voz muy baja, que así la explotarían más.
—Muy bien, te puedes ir, para que veas que no soy tan hija de puta. Mañana ven antes y así puedes rellenar tu carro. Hasta mañana.
—Gracias, hasta mañana. —La niña no dijo nada, porque le parecía inútil.
A las ocho menos cuarto de la tarde, Idara estaba sentada con su niña en el andén de una estación de metro.
—Estoy muy orgullosa de ti, mi niña. Te has portado como una persona adulta.
—Estoy triste.
—Y yo cansada, pero no podemos hacer nada. Estamos solas ante el peligro.
—Nunca te voy a abandonar. Perdona si me he portado mal.
—No tengo nada que perdonarte, mi niña. Son ellas las que están equivocadas, pero son las que mandan. Yo solo espero que no me dejes. Ten paciencia, hay vida después del trabajo, aunque sea una hora, aunque solo sean cinco minutos para jugar contigo y mis hijos. No voy a separarme de ti y voy a cuidarte para que no te separes de mí.
Idara abrazó con una sonrisa a la niña, celebrando que seguir juntas era una victoria para ambas.

L`Hospitalet de Llobregat. Lunes 1 de mayo de 2017.