Título
de la obra: El pervertido
Autor
de la obra: Lluís Llurba Torre.
«Porque solo son sinceros los salvajes y los animales».
Antón Chejov. La
desgracia.
Llevaba años sin tener noticias de Ramón.
Fuimos compañeros en la EGB. Yo había conservado alguna amistad de esa etapa de
mi vida, pero no había vuelto a ver a casi a ninguno de ellos. Ramón y yo
tuvimos una buena relación, pero no íntima. Él perdió a todas sus amistades
porque su familia se trasladó a Wolfsburgo; el padre era ingeniero industrial y
aceptó una suculenta oferta para trabajar en el grupo Volkswagen. Justo ese año
tendría que haber empezado el instituto en Barcelona.
Ramón volvió a la Ciudad Condal seis años
después con su madre tras el divorcio de los progenitores. El padre se quedó en
Alemania y, a partir de ese momento, la relación con su hijo perdió la fluidez
de los tiempos anteriores. Ramón estudió, una vez instalado de nuevo en
Barcelona, la Formación Profesional de Prevención de Riesgos Laborales; al
finalizarla, empezó a trabajar en Ergasia, una empresa de servicios de
prevenciones, formada por técnicos y médicos. Allí conoció a Maribel, la que
sería su esposa y madre de sus dos hijos.
Mi excompañero, como la mayoría de la
humanidad, se abrió una cuenta en Facebook. Le divertía buscar a personas a las
que hacía años que no veía. Encontrar a una era encontrar a cinco. Al principio
solo lo hacía para curiosear en sus muros y saber cómo los había tratado la
vida. Pero un día, Alfredo, uno de los alumnos de nuestra clase, le escribió
por el Messenger de Facebook. Se contaron por encima sus vidas y no perdieron
el contacto, aunque tampoco se atrevieron con los temas personales.
En pocos días habló atropelladamente con
cuatro más y a la semana siguiente crearon un grupo del curso en la red social.
Fui invitado a entrar en el grupo por África, que es una de las pocas amistades
que no murieron después de la escuela. Yo también había vuelto a retomar el
contacto con ciertos compañeros, pero con Ramón, no sé por qué, no me había
escrito.
Fue la misma África quien propuso
organizar una cena para vernos las caras. Casi todos aceptaron, aunque costó
encontrar una fecha para coincidir. Quedamos en abril de 2009, cuando la cena
se había ideado a finales del año anterior.
Y la tan ansiada noche llegó. Todo fueron
abrazos fraternales, besos cariñosos y mucha alegría. Los caballeros piropeamos
a todas las damas por conservar su belleza y las damas alabaron nuestra defensa
exitosa contra el desgaste del tiempo. No obstante, entre hombres hubo alguna
burla inocente como la violencia. A mí, por ejemplo, uno me dijo que mi
alopecia era la evolución de la humanidad; según él, los hombres como yo
estábamos un peldaño por encima de los melenudos como él.
Con quien más disfruté de las conversaciones
fue con Ramón, África, José Manuel, Pepe y Jessica. Estos expresaban un humor
inteligente parecido al mío, charlábamos con mucha ironía, pero sin ataques
personales. Quizás a África fuera la que más le costaba nadar por ese caudal,
la que menos controlaba la fuerza de un río tan peligroso como es la ironía.
De camino al restaurante organizamos
pequeños grupos en aquella manada de treinta personas. Al que más le costaba
integrarse en una divertida conversación era a Alfredo. Cuando alguien le había
explicado lo bien que le había ido la vida —nadie quería hablar de sus
desgracias personales—, su mirada se había arrugado hasta la vejez. No sé la
causa, pero al entrar al restaurante y sentarnos en la mesa, Alfredo ocupó una
silla al lado de Ramón; puede ser que le cayera mejor que todos los demás.
Como he escrito anteriormente, éramos
muchos y, por lógica, era difícil entablar una única temática para que
habláramos todos; en cada mesa había un tema diferente y, más o menos, nos
íbamos entendiendo.
Explicamos nuestras vidas. Yo; que, por
cierto, me llamo Toni, comenté que era un novelista y profesor de Literatura en
un instituto, lo que llamó la atención de mis compañeros. Todos contamos nuestras
vidas: las parejas, los hijos, los trabajos, los suegros; y también opinamos
sobre la evolución del mundo durante estos años y el cambio de los profesores
de nuestra escuela. En fin, tuvimos que eliminar ciertos capítulos de nuestras
vidas porque si no nunca hubiéramos salido del restaurante.
Fueron las relaciones personales las que
destacaron por encima de cualquier tema. Cada miembro vigilaba sus palabras,
porque tampoco había una confianza soldada, pero sí que dijimos las típicas
bromas. Todo empezó por un comentario mío:
—El secreto de mi matrimonio ha sido tener
la última palabra. Ella decide algo y yo digo: «vale». —Todos los de la mesa
rieron.
—En mi caso no era muy diferente —empezó a
hablar Alfredo—, yo mandaba y ella decidía. Hasta fue ella quien inició el
proceso de divorcio.
Este último comentario fue un arsénico que
intoxicó la cena, aunque África endulzó la noche.
—Vamos, no os quejéis tanto. Mi marido
tiene una amante, una puta barata que se llama cerveza. Si por él fuera,
estaría más con ella que conmigo.
—Y no te olvides del fútbol. Fútbol en
casa para ver al Barça y fútbol los sábados por la mañana para ver jugar a los
niños. Eso sí, tengo que reconocer que mi marido friega y cocina: sabe freír
los huevos. —Todos, excepto Alfredo, volvimos a reír tras el comentario de
Jessica.
El resto del cuento se puede leer en la revista Almiar:
https://margencero.es/margencero/lluis-llurba-torre-relato-el-pervertido/
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