martes, 9 de abril de 2019

El pervertido


Título de la obra: El pervertido
Autor de la obra: Lluís Llurba Torre.

«Porque solo son sinceros los salvajes y los animales».

Antón Chejov. La desgracia.

Llevaba años sin tener noticias de Ramón. Fuimos compañeros en la EGB. Yo había conservado alguna amistad de esa etapa de mi vida, pero no había vuelto a ver a casi a ninguno de ellos. Ramón y yo tuvimos una buena relación, pero no íntima. Él perdió a todas sus amistades porque su familia se trasladó a Wolfsburgo; el padre era ingeniero industrial y aceptó una suculenta oferta para trabajar en el grupo Volkswagen. Justo ese año tendría que haber empezado el instituto en Barcelona.
Ramón volvió a la Ciudad Condal seis años después con su madre tras el divorcio de los progenitores. El padre se quedó en Alemania y, a partir de ese momento, la relación con su hijo perdió la fluidez de los tiempos anteriores. Ramón estudió, una vez instalado de nuevo en Barcelona, la Formación Profesional de Prevención de Riesgos Laborales; al finalizarla, empezó a trabajar en Ergasia, una empresa de servicios de prevenciones, formada por técnicos y médicos. Allí conoció a Maribel, la que sería su esposa y madre de sus dos hijos.
Mi excompañero, como la mayoría de la humanidad, se abrió una cuenta en Facebook. Le divertía buscar a personas a las que hacía años que no veía. Encontrar a una era encontrar a cinco. Al principio solo lo hacía para curiosear en sus muros y saber cómo los había tratado la vida. Pero un día, Alfredo, uno de los alumnos de nuestra clase, le escribió por el Messenger de Facebook. Se contaron por encima sus vidas y no perdieron el contacto, aunque tampoco se atrevieron con los temas personales.
En pocos días habló atropelladamente con cuatro más y a la semana siguiente crearon un grupo del curso en la red social. Fui invitado a entrar en el grupo por África, que es una de las pocas amistades que no murieron después de la escuela. Yo también había vuelto a retomar el contacto con ciertos compañeros, pero con Ramón, no sé por qué, no me había escrito.
Fue la misma África quien propuso organizar una cena para vernos las caras. Casi todos aceptaron, aunque costó encontrar una fecha para coincidir. Quedamos en abril de 2009, cuando la cena se había ideado a finales del año anterior.
Y la tan ansiada noche llegó. Todo fueron abrazos fraternales, besos cariñosos y mucha alegría. Los caballeros piropeamos a todas las damas por conservar su belleza y las damas alabaron nuestra defensa exitosa contra el desgaste del tiempo. No obstante, entre hombres hubo alguna burla inocente como la violencia. A mí, por ejemplo, uno me dijo que mi alopecia era la evolución de la humanidad; según él, los hombres como yo estábamos un peldaño por encima de los melenudos como él.
Con quien más disfruté de las conversaciones fue con Ramón, África, José Manuel, Pepe y Jessica. Estos expresaban un humor inteligente parecido al mío, charlábamos con mucha ironía, pero sin ataques personales. Quizás a África fuera la que más le costaba nadar por ese caudal, la que menos controlaba la fuerza de un río tan peligroso como es la ironía.
De camino al restaurante organizamos pequeños grupos en aquella manada de treinta personas. Al que más le costaba integrarse en una divertida conversación era a Alfredo. Cuando alguien le había explicado lo bien que le había ido la vida —nadie quería hablar de sus desgracias personales—, su mirada se había arrugado hasta la vejez. No sé la causa, pero al entrar al restaurante y sentarnos en la mesa, Alfredo ocupó una silla al lado de Ramón; puede ser que le cayera mejor que todos los demás.
Como he escrito anteriormente, éramos muchos y, por lógica, era difícil entablar una única temática para que habláramos todos; en cada mesa había un tema diferente y, más o menos, nos íbamos entendiendo.
Explicamos nuestras vidas. Yo; que, por cierto, me llamo Toni, comenté que era un novelista y profesor de Literatura en un instituto, lo que llamó la atención de mis compañeros. Todos contamos nuestras vidas: las parejas, los hijos, los trabajos, los suegros; y también opinamos sobre la evolución del mundo durante estos años y el cambio de los profesores de nuestra escuela. En fin, tuvimos que eliminar ciertos capítulos de nuestras vidas porque si no nunca hubiéramos salido del restaurante.
Fueron las relaciones personales las que destacaron por encima de cualquier tema. Cada miembro vigilaba sus palabras, porque tampoco había una confianza soldada, pero sí que dijimos las típicas bromas. Todo empezó por un comentario mío:
—El secreto de mi matrimonio ha sido tener la última palabra. Ella decide algo y yo digo: «vale». —Todos los de la mesa rieron.
—En mi caso no era muy diferente —empezó a hablar Alfredo—, yo mandaba y ella decidía. Hasta fue ella quien inició el proceso de divorcio.
Este último comentario fue un arsénico que intoxicó la cena, aunque África endulzó la noche.
—Vamos, no os quejéis tanto. Mi marido tiene una amante, una puta barata que se llama cerveza. Si por él fuera, estaría más con ella que conmigo.
—Y no te olvides del fútbol. Fútbol en casa para ver al Barça y fútbol los sábados por la mañana para ver jugar a los niños. Eso sí, tengo que reconocer que mi marido friega y cocina: sabe freír los huevos. —Todos, excepto Alfredo, volvimos a reír tras el comentario de Jessica.

El resto del cuento se puede leer en la revista Almiar:
https://margencero.es/margencero/lluis-llurba-torre-relato-el-pervertido/

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