5
Conocí
a Ceres de casualidad. Yo estaba con mi mejor amigo en una tienda de ropa, nos
divertía probar diferentes prendas. Mi amigo vio a Ceres eligiendo unos
pantalones pasados de moda. No sé por qué, pero le gustó, y utilizó la prenda
para iniciar una conversación con ella.
A
los pocos minutos, mi amigo quedó atrapado en los eternos monólogos de Ceres. No
respondió a las frases de él, sino que, directamente, habló de que buscaba
personas para escribir sobre sus vidas. Mi amigo bromeó diciendo que era «la
ladrona de vidas». Ceres no rio, no tenía sentido del humor, ni ironía, ni
ninguna expresión alegre. Solo hablaba de su proyecto, por fin escuchó cuando
su ya no interesado donjuán le habló de mí.
En
aquel período trabajaba en mi doctorado, que era un estudio antropológico sobre
el turismo en España. Era una época difícil para mí, hasta mis propios colegas
lo veían un proyecto descafeinado, lo cual me chocaba, ya que era una realidad económica
en España.
La
cuestión era que mi amigo quería deshacerse de Ceres. No tuvo piedad y me
utilizó como cebo. Se interesó por mi vida, no conocía a muchas antropólogas. Le
respondí que en la próxima generación seríamos unas cuantas doctoras en la
disciplina. Parecía que Ceres por fin escuchaba cuando explicaba mi doctorado,
hasta que me interrumpió para que tomáramos un café en un local cercano a la
tienda. Mi amigo intentó huir, lo impedí, lo secuestré.
En
la cafetería nos explicó sus ideas literarias, los relatos que había escrito
durante dos años, el fracaso de su obra por los prejuicios de los editores.
Después de dejar de hablar con su padre, estuvo un año de voluntaria con una
ONG en Nigeria. Había vuelto la semana pasada y vivía con su padre después de
perdonarlo porque no tenía donde caerse muerta.
En
Nigeria pudo ver una sociedad totalmente diferente a la nuestra, hecho que la
convenció de que sus nuevas composiciones llegarían más lejos que las
anteriores. Expresó algo parecido a la felicidad por conocer a una antropóloga,
me consideraba una persona original por mi idea. Esta alabanza me animó a
quedar otro día para explicar mi vida y mi visión del mundo. Por fin alguien me
tomaba en serio, ya no la veía tan rara. Esperaba que, en el siguiente
encuentro, escuchara más que en el primero.
La
verdad es que sí escuchó y no me interrumpió. Yo sentía placer por verla callada
tantos minutos, sobre todo fue una alegría inmensa encontrar a alguien que
tomaba en serio mi trabajo. Repito esta emoción porque es importante para
entender la causa de mi reencuentro con ella. Le conté poco de mi vida, por
suerte había sido sencilla y cómoda. Me explayé en mi doctorado, en la lucha
contra otras disciplinas y mis propios colegas. También me referí a mis
contactos, a las personas que me apoyaban.
Ceres
me agradeció muchísimo mi interés por su obra, me dejó asombrada porque parecía
una profesional, y no la loca que escribía sin leer. Le pedí los relatos que
había escrito, los viejos y los nuevos, quedó encantada con mi petición. Esa
misma noche me los pasó por correo electrónico.
Los
leí. Me asusté con los primeros, eran horrorosos, sobre todo la absurda
historia copiada. Pensé que Ceres había cometido un error al hacer caso a ese
chico. Mi opinión negativa se atenuó cuando leí los relatos nigerianos. Aunque
faltaba sentir el bello aroma literario, al menos eran historias más
coherentes.
Encontré
varias confusiones culturales. Ceres no había interpretado correctamente la
cultura híbrida de muchas tribus, que habían fusionado su cultura deísta con la
cristiana, sus dioses por los santos cristianos. Supongo que, después de leer
los horribles relatos de sus primeros tiempos, me parecía un mal menor. En esa
época pensaba que si Ceres fuera una persona que se instruyera en todos los
sentidos podría cocinar un buen guisado de todas esas vidas.
Se lo expresé cuando nos volvimos a ver. Ella,
tozuda, volvió a parlotear sobre sus incoherentes ideas. Era una pared. Le
hablé del engaño de uno de sus voluntarios cuando se refirió al Aleph, le pregunté cómo podía ser que
escribiera una historia real tan absurda. La causa era su incultura y su poca
preparación, concluí. No se lo tomó con actitud de superación, fui dura sí,
sentía lástima porque Ceres había recopilado en Nigeria algunas vidas dignas de
escribirse. Chilló frases que no entendí salvo la última, dijo que no hacía
falta que nos viéramos de nuevo, me agradeció mi esfuerzo y se fue sin más.
Me quedé perpleja, sin saber qué hacer, excepto
pagar la cuenta de ambas en aquella cafetería. Había una conexión desconectada
en el cerebro de Ceres, desconocía el motivo. Era joven, en aquel período tenía
veintitrés años, no sabía mucho de su vida, no solía hablar de su familia o
amistades, solo hablaba de Nigeria con poco acierto. En fin, no tenía ni idea
de quién era esa persona.
6
Recuerdo esos tiempos lejanos como un eco, pero
tiempos suaves igual que la brisa. Mi existencia era un camino de medusas, un
dolor que tenía su origen en la huérfana relación que tuve con mi padre durante
toda mi vida. Que mi padre no me hubiera querido aniquiló mi autoestima. Con
veinte años empecé a visitar un bar para aliviar las picaduras.
Una tarde, cuando ya llevaba un año de terapia, vi
que salía del lugar una chica que renegaba con la cabeza, no había quedado
contenta con el camarero. Yo también estaba insatisfecha desde hacía semanas
con él. Era muy curioso, se tomaba demasiadas confianzas.
Para mi sorpresa, la chica me habló, me dijo que no
perdiera el tiempo y el dinero. A otra persona la habría ignorado, pero ella
tenía una mirada boreal, su respiración era como una ráfaga de viento y su voz
un torrente fluvial. Le contesté que era de las pocas personas que me escuchaba
y me aconsejaba. Ella me aseguró que conocía un método más equilibrado y
sensato. Me invitó a tomar un café en una cafetería para explicarme su método.
Nos presentamos y sentí buenas vibraciones. Sin pensarlo, me fui con Ceres.
En el local me explicó que quería ser un espejo que
reflejara la realidad. Hasta ese momento no le había ido bien, no había
publicado nada. Llevaba un año intentando publicar unos relatos sobre su
estancia en Nigeria, además de la vida de una antropóloga cultural. Estuvo
varios minutos hablando, se la veía muy segura de sí misma a pesar de su
fracaso literario. Me contó que había ido al bar a conocer gente para su
proyecto, pero había quedado desilusionada con las conversaciones que escuchó.
Calló y, por primera vez en mi vida, noté un
silencio cómodo. No sabía qué decir, no abrí la boca; repito que estaba
tranquila. Volvió a hablar Ceres, me preguntó si podía explicarle mi vida,
seguro que era interesante, veía que algún hecho personal me había roto igual
que un balón el cristal de una ventana.
En un principio dudé. Sin embargo, sentía tanta
calma que empecé a explicar la relación inexistente con mi padre. Ceres escuchó
con atención, sin interrumpirme, cada minuto que pasaba estaba más segura,
hasta que me sinceré más que un nudista en la playa. Su mirada nunca me
reprochó mis inseguridades y frustraciones, no, sus ojos me decían que
continuara, que lo estaba haciendo muy bien. Por primera vez en mi vida sentía
que me desahogaba.
Cuando acabé, me agradeció mi sinceridad. Dijo que
me entendía, que era lógico que me sintiera mal conmigo misma. Me aseguró que,
con el tiempo, entendería que la culpa no era mía. Lo importante era no hacer
caso a nadie. No era negativo mi sentimiento frustrante, sino un paso, una
forma de crecer, un gusano que mutaría en mariposa. Cuando aceptara mi vida
sería libre, libre del juicio de los demás y, lo más complicado, de mi propio
juicio.
Si llevaba un año yendo en el mismo bar era porque
quería ser fiel a alguien, como el amor que representa el del padre. Ceres
pensaba así, porque en Barcelona había millones de bares, no obstante, yo no
cambiaba por muy disgustada que estuviera con el camarero.
Nos despedimos. Nunca más la vi, mantuvimos un breve
contacto por correos electrónicos. Me pasó mi historia relatada y sus antiguas
composiciones. Yo no era lectora en aquella época, pasé los relatos a varias
amigas aficionadas a leer, me aseguraron que no valían nada, que no sabía
escribir. Para mí Ceres era una surtidora de realidades. Decían que su prosa
estaba deshojada, que no olía a nada ¿¡Cómo van a oler las narices
congestionadas?!
Sus últimas opiniones atrincheraron mi negatividad,
me fortalecieron y me enderezaron. Con el tiempo comprendí que Ceres tenía
razón. Hubo una noche en que la serenidad, por fin, se acostó conmigo.
Mantuve el contacto con Ceres un año más. Durante
ese año intenté quedar, aunque Ceres siempre tenía algo que hacer. Investigué
sobre ella, era conocida en varias calles literarias como «la ladrona de vidas»,
una escritora no lectora. Ella me explicó este concepto suyo de la escritura,
lo que yo no sabía era que se había convertido en burla de algunos escritores
barceloneses. La insistencia de Ceres en concursos literarios, sus contactos
con editores y otros escritores le habían merecido cierta fama de loca por su
idea literaria.
Al año falleció su padre. Me envió un correo
electrónico de despedida, me comentó que se iba a vivir al pueblo de su padre,
una aldea en la que en invierno vivían tres personas. Necesitaba reflexionar
sobre varias cuestiones, agradeció mi apoyo. Cuando me explicó su desgracia
supe que lo mejor era dejarla hacer. No la molesté más, nunca supe de ella.
Para mí Ceres fue el aire, la luz que iluminó la
carretera por la que yo conducía de noche. Después de su último correo inicié
una relación amorosa con la poesía, incluso escribí versos con más o menos
acierto. Mi agradecimiento nunca ha muerto, a mi hija le puse el nombre de Ceres.
Quedan claros los motivos.
Sé que he roto las normas, porque me han pedido que
solo escriba mi opinión que tenía cuando conocí y me relacioné con Ceres, sin
contar nada de lo sucedido después. Espero que no se elimine este fragmento, ya
que mi idea siempre ha sido la misma durante estos años.
7
Roberto era mi primo, teníamos una relación cordial,
aunque no íntima. Yo no emigré a Barcelona como él y sus hermanas. He trabajado
la suerte desde mi tierra. Tengo varios negocios: el aceite de girasoles y las
pipas que producen estas plantas, viñas y trigo; aparte de mis tierras, también
soy propietario de un taller de coches, el cual va viento en popa.
Fui de los pocos contactos de Ceres cuando vino a
vivir a Quintanilla. Yo vivía en el pueblo vecino de San Esteban de Gormaz,
muchos nos vimos obligados a esta pequeña emigración para vivir dignamente. En
Quintanilla solo quedaban tres personas en invierno: un señor mayor, su hijo
cincuentón y una viuda octogenaria, que se las apañaba bastante bien ella sola.
Y, para sorpresa de todos, la población fue de cuatro habitantes durante cinco
años.
Roberto falleció de un paro cardíaco, era una
persona con problemas graves de tensión arterial, en realidad tenía
hipertensión. Yo conocía a Ceres de sus estancias veraniegas en el pueblo. Cuando
llegó el otoño de 2006 le había cambiado la cara, era más seria todavía.
Hablé con ella, le pregunté por qué venía a vivir a
Quintanilla, me respondió que iba «a resguardarse como si fuera un aprisco de
la intemperie humanidad». La respuesta no acabó ahí, me explicó que había
estado durante años escribiendo sin leer, que había criticado a su padre.
Concluyó diciendo que esperaba «corregir mi estúpida escritura en el cerro
soriano». Solía hablar así, palabras que forzaba en sus frases para aparentar
ser culta.
Su intención era leer durante todo el día, recuperar
el tiempo perdido. Dudé de esa fórmula sin trabajar, me confesó que su padre le
había dejado una herencia más que aceptable: una suma de dinero ahorrado, dos
pisos sin hipoteca, alquilados cada uno por seis cientos euros, unas parcelas
alquiladas a unos agricultores por ochocientos euros anuales, lo cual la dejaba
dinero suficiente para vivir la existencia que había planeado.
El empollón de libros fue más listo que todos sus
hermanos juntos. Voy a resumir la historia de esta familia tan singular, la de
Roberto digo. Porque no conozco la de la madre, aparte de los chismes siempre
odiosos, siempre mentirosos. Seguramente que en esta historia encontraréis
respuestas a vuestras dudas y, a la vez, os nacerán otras preguntas.
Roberto nació un mes antes de estallar la Guerra
Civil, o guerra de España como decía Ceres. Fue el noveno hijo de una familia
católica practicante, demasiado practicante visto desde la visión actual y de
los republicanos de la época. Roberto se llevaba dieciocho años con los
hermanos mayores, típico en esa España.
La familia se dividió con la guerra, dos gemelos
desertaron en Soria para ir al bando republicano. Estos gemelos fueron
influenciados en su adolescencia por uno de los maestros de la escuela, un
maestro que vino al pueblo porque era un misionero pedagógico. Los ideales
republicanos del maestro martillearon en las conciencias de los chicos, que se
afiliaron al PCE en 1935, hecho inédito en Quintanilla. En toda la provincia solo
hubo tres personas más, eran de Osma-La Rasa, uno de ellos era Marcelino
Camacho.
Cuando estalló la guerra fueron a Madrid como
pudieron, allí coincidieron con el maestro, que fue sargento en la contienda
bélica. En el pueblo quedó el resto de la familia. Al padre no le hizo gracia
la actitud de los mayores, tuvo problemas con ellos desde que conocieron al
maestro. Este habló con el progenitor para llevar a los chavales a estudiar a Madrid,
ya que tenían mucho coco. Sileno, el padre, se negó, porque los necesitaba para
trabajar en el campo aunque, en realidad, trabajaban por la mañana y estudiaban
por la tarde. Un año duraron estudiando con el maestro, luego se fueron a trabajar
definitivamente con Sileno. Tenían catorce años, empezaron tan tarde gracias a
la madre.
Uno de los gemelos falleció defendiendo Madrid, en
noviembre del 36, cuando los rebeldes asediaron la capital. El otro luchó en batallas
históricas como la de Guadalajara, sobrevivió a la guerra, pero no sus ideales.
Su intención era esconderse en la sierra de Guadarrama, aunque primero fue al
pueblo a ver a su familia, porque llevaba tres años sin verlos y la sangre lo
llamaba. Lo acompañó un amigo que vivía en un pueblo cercano, también quería
ver a sus familiares, se despidieron cuando el primero llegó a Quintanilla. Se
volverían a ver dos días después en el cementerio del pueblo.
No obstante, en un familiar había mucho rencor contra
el sobreviviente. Era una hermana, que nació dos años después de los gemelos. Ella
fue novia de uno de los excompañeros de la escuela de sus hermanos. Luchaba en
el bando rebelde porque le tocaba por estar en esa zona. El chico murió en 1937,
cuando las tropas franquistas invadieron el País Vasco.
La hermana, desde entonces, quedó sumida en una depresión,
de la que culpó a los republicanos. Había escuchado historias malas de ellos de
boca de uno de los dos curas del pueblo, que quemaban iglesias y violaban
monjas. Es importante saber que el resto de la familia no se desarraigó de su
fervor religioso. La chica creyó en las historias del cura y la consecuencia
fue el nacimiento del odio hacia su hermano. Cuando este último regresó se escondió
en casa de sus padres, que se alegraron de ver a su hijo, a pesar de la rabia.
La alegría no era de toda la familia, su hermana lo delató a las autoridades y
lo fusilaron.
El episodio no concluyó con esta nueva tragedia. La
traición familiar corrió rápido por toda Soria, tanto que el amigo se enteró de
todo. Iracundo fue a Quintanilla, asesinó a la hermana a martillazos, fue un
período con demasiados martillazos. El asesino huyó hasta el destino planeado
con su amigo. Fue un maqui hasta que acabó muerto por las balas de la Guardia
Civil.
Los hermanos descendieron a seis. La familia quedó
destrozada, sobre todo Sileno. Se alcoholizó, incluso pegaba a Roberto cuando
contaba con diez años porque empezó a leer durante largos ratos. Los libros
recordaban al padre que tuvo dos hijos que leyeron basura comunista. Para
Sileno la lectura era algo maligno, no se salvaba ninguna, ni la Biblia. Suerte
tuvo Roberto de la defensa de su madre y hermanos. Sileno vomitó su odio pegando
a su mujer, porque la consideraba culpable de todo lo sucedido por su bondad,
debilidad para él.
Así pasó Roberto siete años más de su vida,
recibiendo hostias cuando estaba solo porque, el chico, con un par de huevos, no
dejó de leer. No leía ningún libro prohibido, hasta el cura chismoso metió mano
en el asunto, no encontró pecado en la
pasión del hijo menor.
De joven marchó a Barcelona para estudiar en la
universidad. Dos de sus hermanas, la séptima y la octava, habían ido a trabajar
dos años antes de sirvientas a una familia burguesa catalana. Ellas pagaron en
un principio los estudios, luego hablaron con su patrón, que quiso conocer al
chico. Reconoció a una persona sensible, inteligente y ansiosa por aprender.
Lo cautivó tanto que le pagó la carrera, y el chico
no paró de estudiar hasta ser doctor y sus investigaciones le dieron prestigio
internacional; también daba clases. Para esto tuvo seguir estudiando en el
extranjero, en París, todo pagado por el catalán, para que luego digan que son
tacaños.
En la Ciudad Condal y la capital francesa leyó los
libros prohibidos, me lo contó él mismo hace ya unos cuantos años en
vacaciones. No le contaminaron como a sus hermanos, pero sentía curiosidad por
leer a Marx y a todos esos. Sentía una emoción de gozo al quebrantar una ley
cuando entraba en una librería clandestina barcelonesa, aunque luego se
desilusionó con las ideas sectarias de cualquier ideología política.
Redirigiendo la historia principal, Sileno falleció
en 1962 de un cáncer de hígado, tenía sesenta y cinco años. Luego no sé qué
pasó exactamente con la vida de Roberto, venía al pueblo de vez en cuando,
hablábamos pero no mucho. Sé que rompió la relación con las hermanas y los sobrinos
cuando se enamoró de Penélope, pero no puedo explicar bien esta historia.
Espero no haber sido excesivo al describir las desgracias
de la familia de Roberto. Creo que este hombre nunca ha tenido suerte en la
vida. Quizás sea una de las causas de por qué deseducó a Ceres, su hija fue la
gota que colmó el vaso de sus desgracias.
Ceres, de nuestra familia, solo se relacionaba
conmigo como he escrito anteriormente. No se hablaba aún con sus tíos y primos
cuando ellos venían al pueblo en verano. En un principio, para la chica fue una
experiencia positiva vivir en Quintanilla incluso creí que poco a poco se le
iban desplumando sus extrañas ideas.
Según ella estaba «sucia del pesar légamo». Es
curioso, las frases de Ceres nunca se me han olvidado. Incluso me ha influido.
Aunque a veces tenía dudas de si utilizaba correctamente esas palabras en sus
frases, parecía que quería encajar una pieza del puzle donde no tocaba.
La vida de Ceres era simple: leer y pasear por el
pueblo. Leía y no escribía nada, me comentó que era porque, en ocasiones, un
escritor necesitaba estar un tiempo sin escribir para regenerarse. Durante esos
cinco años hizo poca vida social, en verano no solía entrar en los corrillos,
pero cuando lo hacía hablaba, no se mostraba nada tímida. Me imagino que lo
heredó de su madre, ya que Roberto era introvertido.
Nos reíamos cuando estábamos solos comentando las
quisquillosas acciones de la gente del pueblo, picaban como cardos. Parecía
mentira que, a principios del siglo XXI, continuaran las disputas por las
tierras como en la generación de mis padres. Ceres se lo pasaba bien cuando
escuchaba la historia de los vecinos: una se quejaba de que el corralillo de
otra se había comido parte de su parcela; otro había denunciado a fulanito
porque había ensanchado su tierra tapando el camino. Había parcelas pequeñas
trabajadas por personas que no eran los propietarios. Los legítimos dueños
habían heredado esa mina de problemas, ni sabían su ubicación exacta porque no
estaba registrada correctamente, o directamente no estaba en el catastro. Cuando,
por fin, lo averiguaron sucedió que esa parcela llevaba años trabajada por unos
sinvergüenzas, que no habían pagado ni un céntimo de alquiler a su propietario.
Ceres también heredó unas parcelas grandes, poco
productivas por eso. Las tierras fértiles fueron repartidas entre los hermanos
de Roberto que se quedaron en el pueblo, en cambio, los hermanos que marcharon
a Barcelona no pudieron reivindicar una herencia más justa, tuvieron que
tragar. Ceres las alquilaba a una familia de otro pueblo por ochocientos euros
anuales, nadie se ganaba la vida alquilando sus parcelas. Era la mejor manera
para los sorianos que residían fuera de la provincia de no secar la fertilidad.
Yo nunca me ofrecí a trabajar en tierras de mis
familiares. Estos alquileres, en ocasiones, no tenían ni contrato. A la larga
era un problema, porque una parte dejaba de pagar o la otra pedía más. Incluso
he visto, hasta el principio de este siglo, comprar tierras en negro, hasta que
Hacienda se puso seria con este tema en los últimos años y zanjó el tema con
multas suculentas. Ceres, por su parte, lo hizo todo legal.
Durante esos cinco años hizo viajes cortos para
empaparse de la belleza de las ciudades. Fue a Valladolid, Salamanca, Segovia,
Burgos, Logroño, Madrid y Toledo. Fue en varias ocasiones a cada ciudad, la estancia
duraba de dos a tres días, siempre iba sola. Yo la acompañaba en alguna ocasión
cuando iba a algún lugar cercano al pueblo. Sus paisajes favoritos eran las
ruinas de Tiermes y el Cañón del Río Lobos, como para su padre.
Era un caso curioso Ceres, no intimó con nadie. Extraño,
porque repito que ella era una persona habladora. Una tarde le pregunté por qué
no iba a discotecas como la gente de su quinta, nunca hablaba de chicos ni de
ninguna relación. Creía que era una lesbiana frustrada, se rio cuando se lo
comenté, me contestó que ella cuando pensaba en sexo sentía dolor. Intenté indagar
en aquella respuesta, no lo conseguí, cambió de tema, me hice el tonto. Le
seguí la corriente al entender que era meterme en un episodio oscuro de su
vida.
Con los años la soledad acabó con la poca cordura
que le quedaba. Cada día que pasaba era más complicado hablar de un tema que no
fuera literatura o Roberto. Había días que adoraba a su padre, otros, en
cambio, parecía que lo odiaba.
Estaba enterrada entre las casas abandonadas,
corralillos hundidos y bodegas destruidas por la improductividad. Ceres parecía
una vieja como aquellos muros de adobe de las antiguas viviendas. Descuidada
como algunas parcelas de la tierra, que tenían un aspecto silvestre. Indagar en
su vida era tan peligroso como descender por la entrada de una bodega. Nunca me
atreví a bajar por esas escaleras por miedo a resbalar.
Seguramente que vivir los inviernos duros del pueblo
no ayudó, el frío taladraba los huesos. Cuatro personas que ni salían de sus
hogares, el único contacto era el aire que abrazaba a las casas. Estas
suspiraban por falta de cariño, las únicas oyentes del canto lúgubre del
viento.
Quintanilla era un sitio triste entre los meses de
octubre y mayo. Ceres paliaba el aburrimiento con las lecturas, no se cansaba
de leer, me explicaba esos libros. Incluso decía tener una nueva teoría
literaria, pero que todavía tenía que reflexionar sobre ella. A mí me aburría
toda esa palabrería, cuando veía mi cara de hastío preguntaba por historias familiares
para animar la charla, era el único momento en que me escuchaba con atención y
sin interrumpirme.
La aldea esperaba el verano para que los niños
colorearan con sus carcajadas aquel ambiente gris. En verano podría haber trescientas
personas aproximadamente venidas de varios puntos de España. Pero el verano y
las personas emigraban de nuevo, volvía el otoño rancio.
Ceres quedó atrapada voluntariamente en ese sedal,
hasta que un día me dijo que tenía que regresar a Barcelona. La crisis
económica que estalló en 2008 la había afectado a ella en 2011. Los dos
inquilinos no renovaron el contrato porque habían perdido el trabajo. Volvió
para quedarse una temporada. Era consciente de que tendría que bajar el
alquiler para conseguir nuevos arrendatarios. Retornaría a Quintanilla en los
próximos meses, no sucedió. Solo sé que se quedó tres años en Barcelona.
8
Fui el agente inmobiliario que llevó los dos pisos
de Ceres para alquilar. Costó mucho, el mercado bajó en picado a partir de 2008
y en 2011 no había repuntado la demanda. Ceres tuvo que bajar ciento cincuenta
euros de cada piso, aun así tardamos un año en lograr el objetivo. Tuvo mala
suerte al perder a sus dos inquilinos a la vez y tuvo fortuna en conseguir dos
nuevos en el mismo mes. Aunque no ganaría tanto dinero quedó contenta.
Normalmente yo no intimaba con mis clientes, sin
embargo, con Ceres hice una excepción. No era una mujer fea, lo que pasaba era
que no se cuidaba como las otras treintañeras. Le tiré los trastos miles de
veces, nunca conseguí ni un beso en la mejilla, siempre me saludaba con un apretón
de manos. Ni siquiera vi el piso en que vivía, bueno, en realidad alquiló una
habitación, convivía con un matrimonio de jubilados.
Hablar hablamos mucho, ella más que yo. Ceres me
explicaba su etapa de cuando fue la ladrona
de vidas, de cuando estuvo en Nigeria, su destierro en Soria y la idea que
tenía para escribir, porque, según ella creía, había vuelto la hora de
escribir.
Me llegó a enseñar algunos de sus nuevos relatos, pero
su hogar no, ¿para qué? Leí algunos fragmentos porque todavía tenía esperanza
en conseguir algo con ella, no sé si era buena o mala su literatura, me aburrió
como cualquier otro libro.
Dejamos de tener contacto al año, cuando acabó mi
trabajo con ella. Fuimos a tomar algo a un bar después de firmar el contrato
del segundo piso, yo una birra y ella un refresco, ya que era abstemia.
Me explicó que estaba emocionada porque iba a
iniciar un nuevo proyecto literario. Escribir sobre la vida de una persona con
problemas, ella daría consejos de lo que tendría que hacer para arreglarlos.
Pensé que era la mayor idiotez que había escuchado en mi vida, que le diera el
consejo hablando, se terminaba antes.
Nunca más la volví a llamar ni la vi, perdía el
tiempo con ella, no sabía quién era realmente. Nunca me habló de su familia, de
sus amigos o de sus relaciones amorosas. Solo de libros, ya me avisó mi tío de
que nunca me fiara de una abstemia.
9
Alquilé una habitación a Ceres por la estima que mi
familia le tenía a Roberto. Mi abuelo lo ayudó cuando era un joven estudiante,
desde entonces Roberto fue uno más de la familia. Nuestra relación murió cuando
falleció el abuelo, mi padre se enojó con Roberto por aceptar un piso de su
protector como herencia. El filólogo ya tenía un piso en propiedad, ¿para qué
quería otro?
La relación se reanudó cuando Roberto se quedó solo
con su hija pequeña, una responsabilidad pesada para alguien como él. Hay que
tener en cuenta que tenía cuarenta y cinco años cuando nació Ceres, que tenía
once años cuando yo la conocí. Mi padre era rencoroso.
Roberto mimaba a la niña, él era bueno como el bien.
Ceres fue una adolescente caprichosa y una joven repelente. Cuando se vino a
vivir con nosotros tenía treinta años. La muerte de su padre la había hecho
madurar, no obstante, seguía siendo una persona extraña para la mayoría de la
humanidad por sus pájaros en la cabeza, que intentaban rimar sus versos sin
mucho éxito.
Para mí fue terapéutico que Ceres viniera a vivir
con nosotros. Yo me acababa de jubilar, mis dos hijos trabajaban mucho y los
veía poco. Con mi marido tenía una relación inexistente, lloré de impotencia
con mi retiro al pensar que tendría que aguantarlo todo el día. Él también ya
estaba en edad de disfrutar de su pensión.
No sé cómo Ceres averiguó nuestra crisis en los
primeros días de convivir con nosotros. Una tarde que estábamos solas se acercó
a mí para hablar del tema porque me tenía más confianza, así me lo dijo. A
cualquier contacto lo llama confianza pensé yo, pero la dejé explicarse, porque
me sorprendió su acertada intuición psicológica.
Habló torcidamente, con su incoherencia típica. Cuando
vio que no entendía su propósito, me pidió que explicara mi vida. Me chocó tal
proposición. En otro momento más alegre para mí la habría rechazado, pero me
sentía mal, ahogada, con la autoestima baja. Pensé que no podía perder nada al
hablar, aunque fuera a la ladrona de
vidas. Le conté que nuestro matrimonio fue como tantos otros, «un campo
fértil regado de promesas, que con el tiempo se desertizó porque las promesas
se secaron».
Ella opinó que era normal, no tenía que torturarme
por mi aburrimiento. Leyó perfectamente mi silencio, me contestó que tenía
razón en que yo era bastante mayor que ella, que no tenía tanta experiencia. El
lado positivo era que, al verlo desde fuera y no tener una relación íntima
conmigo, podría ser imparcial.
Se explayó explicando que con mi permiso escribiría
un relato. Los personajes seríamos mi marido y yo, comenzaría con nuestras existencia,
luego escribiría un final alternativo que podría ubicarnos en nuestra vidas. «Una
composición literaria basada en un hecho real que acaba influyendo en la
realidad. Ahora tengo tiempo, ya he alquilado los pisos, solo falta firmar los
contratos», concluyó.
Me quedé atónita, no me negué, tenía dudas. Le pregunté
cómo lo haría sin conocer mi vida, dijo que lógicamente tendría que narrársela
oralmente. Acepté, acepté porque contar los secretos a esa persona no sería
como explicarla a una periodista sensacionalista, nadie le haría caso. Otra
causa era que sentía curiosidad por cómo acabaría ella ese relato, cuento o lo
que fuera.
Le expliqué detalles íntimos de mi matrimonio y
nuestro entorno familiar y social. Estuve más de una hora, en ningún momento me
interrumpió salvo cuando tenía una duda. De vez en cuando me hacía repetir
alguna anécdota para que quedara bien gradaba en su memoria. Me gustó que se
fijara en los pequeños detalles, para mí solo lo hacen las personas
inteligentes. Me sorprendió que no apuntara nada, todo lo memorizaba. Cuando
acabamos me sentí una estúpida por haber sido tan sincera, no sentí la
liberación de la que hablan en las películas.
Tardó un mes en escribir el relato, me lo entregó.
Eran cuarenta páginas que devoré en un día. Sus palabras escritas, aunque no
duchas en literatura, aderezaron mi vida. Ceres criticó en su relato que no
habíamos pasado a una relación racional en nuestro matrimonio. Según ella, él
éxito de dicha institución sobrevivía décadas si vencía la muerte de la pasión
y se superaba la frustración. Del «nihilismo sexual, del nada sexual al
lleno personal desde un racionalismo pragmático», escribió.
Piaba mi vida como ladridos de un perro alemán. Sus
críticas eran suaves como la dulzura y realistas como la dureza. Su crítica era
constructiva hasta la última palabra, el final no era un final feliz made in Hollywood, tenía la misma
rigurosidad que el final de la novela Guerra
y Paz cuando leemos la vida matrimonial del príncipe Andréi y Natasha
Rostova.
Para Ceres, el mundo era irracional, pero los
humanos éramos los únicos que podíamos controlar nuestras locas pasiones a
partir de ejercicios intelectuales como la reflexión, la lectura y la expresión
artística. Nuestro sufrimiento podría verse desde una perspectiva positiva, una
vez aceptado y la lucha interna podría fundar una nueva etapa de nuestra vida
feliz hasta que se pudriera.
Era inevitable vivir en un ciclo continuo de
desgracias y alegrías, disfrutar de los buenos momentos y luchar en los malos,
superarlos pero sin olvidarlos, superarlos aceptándolos, que en parte era una
derrota que florecía en experiencia.
Desde entonces vi a Ceres con otros ojos, de su boca
expulsaba palabras vagas como luces de estrellas, que no iluminaban. Su
escritura, en cambio, era un raciocinio iluminado por un sol intenso. Con el
tiempo agradecí ser tan sincera con ella, salvó mi matrimonio.
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