sábado, 8 de julio de 2017

La ladrona de vidas (segundo fragmento)


5

Conocí a Ceres de casualidad. Yo estaba con mi mejor amigo en una tienda de ropa, nos divertía probar diferentes prendas. Mi amigo vio a Ceres eligiendo unos pantalones pasados de moda. No sé por qué, pero le gustó, y utilizó la prenda para iniciar una conversación con ella.
A los pocos minutos, mi amigo quedó atrapado en los eternos monólogos de Ceres. No respondió a las frases de él, sino que, directamente, habló de que buscaba personas para escribir sobre sus vidas. Mi amigo bromeó diciendo que era «la ladrona de vidas». Ceres no rio, no tenía sentido del humor, ni ironía, ni ninguna expresión alegre. Solo hablaba de su proyecto, por fin escuchó cuando su ya no interesado donjuán le habló de mí.
En aquel período trabajaba en mi doctorado, que era un estudio antropológico sobre el turismo en España. Era una época difícil para mí, hasta mis propios colegas lo veían un proyecto descafeinado, lo cual me chocaba, ya que era una realidad económica en España.
La cuestión era que mi amigo quería deshacerse de Ceres. No tuvo piedad y me utilizó como cebo. Se interesó por mi vida, no conocía a muchas antropólogas. Le respondí que en la próxima generación seríamos unas cuantas doctoras en la disciplina. Parecía que Ceres por fin escuchaba cuando explicaba mi doctorado, hasta que me interrumpió para que tomáramos un café en un local cercano a la tienda. Mi amigo intentó huir, lo impedí, lo secuestré.
En la cafetería nos explicó sus ideas literarias, los relatos que había escrito durante dos años, el fracaso de su obra por los prejuicios de los editores. Después de dejar de hablar con su padre, estuvo un año de voluntaria con una ONG en Nigeria. Había vuelto la semana pasada y vivía con su padre después de perdonarlo porque no tenía donde caerse muerta.
En Nigeria pudo ver una sociedad totalmente diferente a la nuestra, hecho que la convenció de que sus nuevas composiciones llegarían más lejos que las anteriores. Expresó algo parecido a la felicidad por conocer a una antropóloga, me consideraba una persona original por mi idea. Esta alabanza me animó a quedar otro día para explicar mi vida y mi visión del mundo. Por fin alguien me tomaba en serio, ya no la veía tan rara. Esperaba que, en el siguiente encuentro, escuchara más que en el primero.
La verdad es que sí escuchó y no me interrumpió. Yo sentía placer por verla callada tantos minutos, sobre todo fue una alegría inmensa encontrar a alguien que tomaba en serio mi trabajo. Repito esta emoción porque es importante para entender la causa de mi reencuentro con ella. Le conté poco de mi vida, por suerte había sido sencilla y cómoda. Me explayé en mi doctorado, en la lucha contra otras disciplinas y mis propios colegas. También me referí a mis contactos, a las personas que me apoyaban.
Ceres me agradeció muchísimo mi interés por su obra, me dejó asombrada porque parecía una profesional, y no la loca que escribía sin leer. Le pedí los relatos que había escrito, los viejos y los nuevos, quedó encantada con mi petición. Esa misma noche me los pasó por correo electrónico.
Los leí. Me asusté con los primeros, eran horrorosos, sobre todo la absurda historia copiada. Pensé que Ceres había cometido un error al hacer caso a ese chico. Mi opinión negativa se atenuó cuando leí los relatos nigerianos. Aunque faltaba sentir el bello aroma literario, al menos eran historias más coherentes.
Encontré varias confusiones culturales. Ceres no había interpretado correctamente la cultura híbrida de muchas tribus, que habían fusionado su cultura deísta con la cristiana, sus dioses por los santos cristianos. Supongo que, después de leer los horribles relatos de sus primeros tiempos, me parecía un mal menor. En esa época pensaba que si Ceres fuera una persona que se instruyera en todos los sentidos podría cocinar un buen guisado de todas esas vidas.
Se lo expresé cuando nos volvimos a ver. Ella, tozuda, volvió a parlotear sobre sus incoherentes ideas. Era una pared. Le hablé del engaño de uno de sus voluntarios cuando se refirió al Aleph, le pregunté cómo podía ser que escribiera una historia real tan absurda. La causa era su incultura y su poca preparación, concluí. No se lo tomó con actitud de superación, fui dura sí, sentía lástima porque Ceres había recopilado en Nigeria algunas vidas dignas de escribirse. Chilló frases que no entendí salvo la última, dijo que no hacía falta que nos viéramos de nuevo, me agradeció mi esfuerzo y se fue sin más.
Me quedé perpleja, sin saber qué hacer, excepto pagar la cuenta de ambas en aquella cafetería. Había una conexión desconectada en el cerebro de Ceres, desconocía el motivo. Era joven, en aquel período tenía veintitrés años, no sabía mucho de su vida, no solía hablar de su familia o amistades, solo hablaba de Nigeria con poco acierto. En fin, no tenía ni idea de quién era esa persona.

6

Recuerdo esos tiempos lejanos como un eco, pero tiempos suaves igual que la brisa. Mi existencia era un camino de medusas, un dolor que tenía su origen en la huérfana relación que tuve con mi padre durante toda mi vida. Que mi padre no me hubiera querido aniquiló mi autoestima. Con veinte años empecé a visitar un bar para aliviar las picaduras.
Una tarde, cuando ya llevaba un año de terapia, vi que salía del lugar una chica que renegaba con la cabeza, no había quedado contenta con el camarero. Yo también estaba insatisfecha desde hacía semanas con él. Era muy curioso, se tomaba demasiadas confianzas.
Para mi sorpresa, la chica me habló, me dijo que no perdiera el tiempo y el dinero. A otra persona la habría ignorado, pero ella tenía una mirada boreal, su respiración era como una ráfaga de viento y su voz un torrente fluvial. Le contesté que era de las pocas personas que me escuchaba y me aconsejaba. Ella me aseguró que conocía un método más equilibrado y sensato. Me invitó a tomar un café en una cafetería para explicarme su método. Nos presentamos y sentí buenas vibraciones. Sin pensarlo, me fui con Ceres.
En el local me explicó que quería ser un espejo que reflejara la realidad. Hasta ese momento no le había ido bien, no había publicado nada. Llevaba un año intentando publicar unos relatos sobre su estancia en Nigeria, además de la vida de una antropóloga cultural. Estuvo varios minutos hablando, se la veía muy segura de sí misma a pesar de su fracaso literario. Me contó que había ido al bar a conocer gente para su proyecto, pero había quedado desilusionada con las conversaciones que escuchó.
Calló y, por primera vez en mi vida, noté un silencio cómodo. No sabía qué decir, no abrí la boca; repito que estaba tranquila. Volvió a hablar Ceres, me preguntó si podía explicarle mi vida, seguro que era interesante, veía que algún hecho personal me había roto igual que un balón el cristal de una ventana.
En un principio dudé. Sin embargo, sentía tanta calma que empecé a explicar la relación inexistente con mi padre. Ceres escuchó con atención, sin interrumpirme, cada minuto que pasaba estaba más segura, hasta que me sinceré más que un nudista en la playa. Su mirada nunca me reprochó mis inseguridades y frustraciones, no, sus ojos me decían que continuara, que lo estaba haciendo muy bien. Por primera vez en mi vida sentía que me desahogaba.
Cuando acabé, me agradeció mi sinceridad. Dijo que me entendía, que era lógico que me sintiera mal conmigo misma. Me aseguró que, con el tiempo, entendería que la culpa no era mía. Lo importante era no hacer caso a nadie. No era negativo mi sentimiento frustrante, sino un paso, una forma de crecer, un gusano que mutaría en mariposa. Cuando aceptara mi vida sería libre, libre del juicio de los demás y, lo más complicado, de mi propio juicio.
Si llevaba un año yendo en el mismo bar era porque quería ser fiel a alguien, como el amor que representa el del padre. Ceres pensaba así, porque en Barcelona había millones de bares, no obstante, yo no cambiaba por muy disgustada que estuviera con el camarero.
Nos despedimos. Nunca más la vi, mantuvimos un breve contacto por correos electrónicos. Me pasó mi historia relatada y sus antiguas composiciones. Yo no era lectora en aquella época, pasé los relatos a varias amigas aficionadas a leer, me aseguraron que no valían nada, que no sabía escribir. Para mí Ceres era una surtidora de realidades. Decían que su prosa estaba deshojada, que no olía a nada ¿¡Cómo van a oler las narices congestionadas?!
Sus últimas opiniones atrincheraron mi negatividad, me fortalecieron y me enderezaron. Con el tiempo comprendí que Ceres tenía razón. Hubo una noche en que la serenidad, por fin, se acostó conmigo.
Mantuve el contacto con Ceres un año más. Durante ese año intenté quedar, aunque Ceres siempre tenía algo que hacer. Investigué sobre ella, era conocida en varias calles literarias como «la ladrona de vidas», una escritora no lectora. Ella me explicó este concepto suyo de la escritura, lo que yo no sabía era que se había convertido en burla de algunos escritores barceloneses. La insistencia de Ceres en concursos literarios, sus contactos con editores y otros escritores le habían merecido cierta fama de loca por su idea literaria.
Al año falleció su padre. Me envió un correo electrónico de despedida, me comentó que se iba a vivir al pueblo de su padre, una aldea en la que en invierno vivían tres personas. Necesitaba reflexionar sobre varias cuestiones, agradeció mi apoyo. Cuando me explicó su desgracia supe que lo mejor era dejarla hacer. No la molesté más, nunca supe de ella.
Para mí Ceres fue el aire, la luz que iluminó la carretera por la que yo conducía de noche. Después de su último correo inicié una relación amorosa con la poesía, incluso escribí versos con más o menos acierto. Mi agradecimiento nunca ha muerto, a mi hija le puse el nombre de Ceres. Quedan claros los motivos.
Sé que he roto las normas, porque me han pedido que solo escriba mi opinión que tenía cuando conocí y me relacioné con Ceres, sin contar nada de lo sucedido después. Espero que no se elimine este fragmento, ya que mi idea siempre ha sido la misma durante estos años.
7

Roberto era mi primo, teníamos una relación cordial, aunque no íntima. Yo no emigré a Barcelona como él y sus hermanas. He trabajado la suerte desde mi tierra. Tengo varios negocios: el aceite de girasoles y las pipas que producen estas plantas, viñas y trigo; aparte de mis tierras, también soy propietario de un taller de coches, el cual va viento en popa.
Fui de los pocos contactos de Ceres cuando vino a vivir a Quintanilla. Yo vivía en el pueblo vecino de San Esteban de Gormaz, muchos nos vimos obligados a esta pequeña emigración para vivir dignamente. En Quintanilla solo quedaban tres personas en invierno: un señor mayor, su hijo cincuentón y una viuda octogenaria, que se las apañaba bastante bien ella sola. Y, para sorpresa de todos, la población fue de cuatro habitantes durante cinco años.
Roberto falleció de un paro cardíaco, era una persona con problemas graves de tensión arterial, en realidad tenía hipertensión. Yo conocía a Ceres de sus estancias veraniegas en el pueblo. Cuando llegó el otoño de 2006 le había cambiado la cara, era más seria todavía.
Hablé con ella, le pregunté por qué venía a vivir a Quintanilla, me respondió que iba «a resguardarse como si fuera un aprisco de la intemperie humanidad». La respuesta no acabó ahí, me explicó que había estado durante años escribiendo sin leer, que había criticado a su padre. Concluyó diciendo que esperaba «corregir mi estúpida escritura en el cerro soriano». Solía hablar así, palabras que forzaba en sus frases para aparentar ser culta.
Su intención era leer durante todo el día, recuperar el tiempo perdido. Dudé de esa fórmula sin trabajar, me confesó que su padre le había dejado una herencia más que aceptable: una suma de dinero ahorrado, dos pisos sin hipoteca, alquilados cada uno por seis cientos euros, unas parcelas alquiladas a unos agricultores por ochocientos euros anuales, lo cual la dejaba dinero suficiente para vivir la existencia que había planeado.
El empollón de libros fue más listo que todos sus hermanos juntos. Voy a resumir la historia de esta familia tan singular, la de Roberto digo. Porque no conozco la de la madre, aparte de los chismes siempre odiosos, siempre mentirosos. Seguramente que en esta historia encontraréis respuestas a vuestras dudas y, a la vez, os nacerán otras preguntas.
Roberto nació un mes antes de estallar la Guerra Civil, o guerra de España como decía Ceres. Fue el noveno hijo de una familia católica practicante, demasiado practicante visto desde la visión actual y de los republicanos de la época. Roberto se llevaba dieciocho años con los hermanos mayores, típico en esa España.
La familia se dividió con la guerra, dos gemelos desertaron en Soria para ir al bando republicano. Estos gemelos fueron influenciados en su adolescencia por uno de los maestros de la escuela, un maestro que vino al pueblo porque era un misionero pedagógico. Los ideales republicanos del maestro martillearon en las conciencias de los chicos, que se afiliaron al PCE en 1935, hecho inédito en Quintanilla. En toda la provincia solo hubo tres personas más, eran de Osma-La Rasa, uno de ellos era Marcelino Camacho.
Cuando estalló la guerra fueron a Madrid como pudieron, allí coincidieron con el maestro, que fue sargento en la contienda bélica. En el pueblo quedó el resto de la familia. Al padre no le hizo gracia la actitud de los mayores, tuvo problemas con ellos desde que conocieron al maestro. Este habló con el progenitor para llevar a los chavales a estudiar a Madrid, ya que tenían mucho coco. Sileno, el padre, se negó, porque los necesitaba para trabajar en el campo aunque, en realidad, trabajaban por la mañana y estudiaban por la tarde. Un año duraron estudiando con el maestro, luego se fueron a trabajar definitivamente con Sileno. Tenían catorce años, empezaron tan tarde gracias a la madre.
Uno de los gemelos falleció defendiendo Madrid, en noviembre del 36, cuando los rebeldes asediaron la capital. El otro luchó en batallas históricas como la de Guadalajara, sobrevivió a la guerra, pero no sus ideales. Su intención era esconderse en la sierra de Guadarrama, aunque primero fue al pueblo a ver a su familia, porque llevaba tres años sin verlos y la sangre lo llamaba. Lo acompañó un amigo que vivía en un pueblo cercano, también quería ver a sus familiares, se despidieron cuando el primero llegó a Quintanilla. Se volverían a ver dos días después en el cementerio del pueblo.
No obstante, en un familiar había mucho rencor contra el sobreviviente. Era una hermana, que nació dos años después de los gemelos. Ella fue novia de uno de los excompañeros de la escuela de sus hermanos. Luchaba en el bando rebelde porque le tocaba por estar en esa zona. El chico murió en 1937, cuando las tropas franquistas invadieron el País Vasco.
La hermana, desde entonces, quedó sumida en una depresión, de la que culpó a los republicanos. Había escuchado historias malas de ellos de boca de uno de los dos curas del pueblo, que quemaban iglesias y violaban monjas. Es importante saber que el resto de la familia no se desarraigó de su fervor religioso. La chica creyó en las historias del cura y la consecuencia fue el nacimiento del odio hacia su hermano. Cuando este último regresó se escondió en casa de sus padres, que se alegraron de ver a su hijo, a pesar de la rabia. La alegría no era de toda la familia, su hermana lo delató a las autoridades y lo fusilaron.
El episodio no concluyó con esta nueva tragedia. La traición familiar corrió rápido por toda Soria, tanto que el amigo se enteró de todo. Iracundo fue a Quintanilla, asesinó a la hermana a martillazos, fue un período con demasiados martillazos. El asesino huyó hasta el destino planeado con su amigo. Fue un maqui hasta que acabó muerto por las balas de la Guardia Civil.
Los hermanos descendieron a seis. La familia quedó destrozada, sobre todo Sileno. Se alcoholizó, incluso pegaba a Roberto cuando contaba con diez años porque empezó a leer durante largos ratos. Los libros recordaban al padre que tuvo dos hijos que leyeron basura comunista. Para Sileno la lectura era algo maligno, no se salvaba ninguna, ni la Biblia. Suerte tuvo Roberto de la defensa de su madre y hermanos. Sileno vomitó su odio pegando a su mujer, porque la consideraba culpable de todo lo sucedido por su bondad, debilidad para él.
Así pasó Roberto siete años más de su vida, recibiendo hostias cuando estaba solo porque, el chico, con un par de huevos, no dejó de leer. No leía ningún libro prohibido, hasta el cura chismoso metió mano en el asunto,  no encontró pecado en la pasión del hijo menor.
De joven marchó a Barcelona para estudiar en la universidad. Dos de sus hermanas, la séptima y la octava, habían ido a trabajar dos años antes de sirvientas a una familia burguesa catalana. Ellas pagaron en un principio los estudios, luego hablaron con su patrón, que quiso conocer al chico. Reconoció a una persona sensible, inteligente y ansiosa por aprender.
Lo cautivó tanto que le pagó la carrera, y el chico no paró de estudiar hasta ser doctor y sus investigaciones le dieron prestigio internacional; también daba clases. Para esto tuvo seguir estudiando en el extranjero, en París, todo pagado por el catalán, para que luego digan que son tacaños.
En la Ciudad Condal y la capital francesa leyó los libros prohibidos, me lo contó él mismo hace ya unos cuantos años en vacaciones. No le contaminaron como a sus hermanos, pero sentía curiosidad por leer a Marx y a todos esos. Sentía una emoción de gozo al quebrantar una ley cuando entraba en una librería clandestina barcelonesa, aunque luego se desilusionó con las ideas sectarias de cualquier ideología política.
Redirigiendo la historia principal, Sileno falleció en 1962 de un cáncer de hígado, tenía sesenta y cinco años. Luego no sé qué pasó exactamente con la vida de Roberto, venía al pueblo de vez en cuando, hablábamos pero no mucho. Sé que rompió la relación con las hermanas y los sobrinos cuando se enamoró de Penélope, pero no puedo explicar bien esta historia.
Espero no haber sido excesivo al describir las desgracias de la familia de Roberto. Creo que este hombre nunca ha tenido suerte en la vida. Quizás sea una de las causas de por qué deseducó a Ceres, su hija fue la gota que colmó el vaso de sus desgracias.
Ceres, de nuestra familia, solo se relacionaba conmigo como he escrito anteriormente. No se hablaba aún con sus tíos y primos cuando ellos venían al pueblo en verano. En un principio, para la chica fue una experiencia positiva vivir en Quintanilla incluso creí que poco a poco se le iban desplumando sus extrañas ideas.
Según ella estaba «sucia del pesar légamo». Es curioso, las frases de Ceres nunca se me han olvidado. Incluso me ha influido. Aunque a veces tenía dudas de si utilizaba correctamente esas palabras en sus frases, parecía que quería encajar una pieza del puzle donde no tocaba.
La vida de Ceres era simple: leer y pasear por el pueblo. Leía y no escribía nada, me comentó que era porque, en ocasiones, un escritor necesitaba estar un tiempo sin escribir para regenerarse. Durante esos cinco años hizo poca vida social, en verano no solía entrar en los corrillos, pero cuando lo hacía hablaba, no se mostraba nada tímida. Me imagino que lo heredó de su madre, ya que Roberto era introvertido.
Nos reíamos cuando estábamos solos comentando las quisquillosas acciones de la gente del pueblo, picaban como cardos. Parecía mentira que, a principios del siglo XXI, continuaran las disputas por las tierras como en la generación de mis padres. Ceres se lo pasaba bien cuando escuchaba la historia de los vecinos: una se quejaba de que el corralillo de otra se había comido parte de su parcela; otro había denunciado a fulanito porque había ensanchado su tierra tapando el camino. Había parcelas pequeñas trabajadas por personas que no eran los propietarios. Los legítimos dueños habían heredado esa mina de problemas, ni sabían su ubicación exacta porque no estaba registrada correctamente, o directamente no estaba en el catastro. Cuando, por fin, lo averiguaron sucedió que esa parcela llevaba años trabajada por unos sinvergüenzas, que no habían pagado ni un céntimo de alquiler a su propietario.
Ceres también heredó unas parcelas grandes, poco productivas por eso. Las tierras fértiles fueron repartidas entre los hermanos de Roberto que se quedaron en el pueblo, en cambio, los hermanos que marcharon a Barcelona no pudieron reivindicar una herencia más justa, tuvieron que tragar. Ceres las alquilaba a una familia de otro pueblo por ochocientos euros anuales, nadie se ganaba la vida alquilando sus parcelas. Era la mejor manera para los sorianos que residían fuera de la provincia de no secar la fertilidad.
Yo nunca me ofrecí a trabajar en tierras de mis familiares. Estos alquileres, en ocasiones, no tenían ni contrato. A la larga era un problema, porque una parte dejaba de pagar o la otra pedía más. Incluso he visto, hasta el principio de este siglo, comprar tierras en negro, hasta que Hacienda se puso seria con este tema en los últimos años y zanjó el tema con multas suculentas. Ceres, por su parte, lo hizo todo legal.
Durante esos cinco años hizo viajes cortos para empaparse de la belleza de las ciudades. Fue a Valladolid, Salamanca, Segovia, Burgos, Logroño, Madrid y Toledo. Fue en varias ocasiones a cada ciudad, la estancia duraba de dos a tres días, siempre iba sola. Yo la acompañaba en alguna ocasión cuando iba a algún lugar cercano al pueblo. Sus paisajes favoritos eran las ruinas de Tiermes y el Cañón del Río Lobos, como para su padre.
Era un caso curioso Ceres, no intimó con nadie. Extraño, porque repito que ella era una persona habladora. Una tarde le pregunté por qué no iba a discotecas como la gente de su quinta, nunca hablaba de chicos ni de ninguna relación. Creía que era una lesbiana frustrada, se rio cuando se lo comenté, me contestó que ella cuando pensaba en sexo sentía dolor. Intenté indagar en aquella respuesta, no lo conseguí, cambió de tema, me hice el tonto. Le seguí la corriente al entender que era meterme en un episodio oscuro de su vida.
Con los años la soledad acabó con la poca cordura que le quedaba. Cada día que pasaba era más complicado hablar de un tema que no fuera literatura o Roberto. Había días que adoraba a su padre, otros, en cambio, parecía que lo odiaba.
Estaba enterrada entre las casas abandonadas, corralillos hundidos y bodegas destruidas por la improductividad. Ceres parecía una vieja como aquellos muros de adobe de las antiguas viviendas. Descuidada como algunas parcelas de la tierra, que tenían un aspecto silvestre. Indagar en su vida era tan peligroso como descender por la entrada de una bodega. Nunca me atreví a bajar por esas escaleras por miedo a resbalar.
Seguramente que vivir los inviernos duros del pueblo no ayudó, el frío taladraba los huesos. Cuatro personas que ni salían de sus hogares, el único contacto era el aire que abrazaba a las casas. Estas suspiraban por falta de cariño, las únicas oyentes del canto lúgubre del viento.
Quintanilla era un sitio triste entre los meses de octubre y mayo. Ceres paliaba el aburrimiento con las lecturas, no se cansaba de leer, me explicaba esos libros. Incluso decía tener una nueva teoría literaria, pero que todavía tenía que reflexionar sobre ella. A mí me aburría toda esa palabrería, cuando veía mi cara de hastío preguntaba por historias familiares para animar la charla, era el único momento en que me escuchaba con atención y sin interrumpirme.
La aldea esperaba el verano para que los niños colorearan con sus carcajadas aquel ambiente gris. En verano podría haber trescientas personas aproximadamente venidas de varios puntos de España. Pero el verano y las personas emigraban de nuevo, volvía el otoño rancio.
Ceres quedó atrapada voluntariamente en ese sedal, hasta que un día me dijo que tenía que regresar a Barcelona. La crisis económica que estalló en 2008 la había afectado a ella en 2011. Los dos inquilinos no renovaron el contrato porque habían perdido el trabajo. Volvió para quedarse una temporada. Era consciente de que tendría que bajar el alquiler para conseguir nuevos arrendatarios. Retornaría a Quintanilla en los próximos meses, no sucedió. Solo sé que se quedó tres años en Barcelona.

8

Fui el agente inmobiliario que llevó los dos pisos de Ceres para alquilar. Costó mucho, el mercado bajó en picado a partir de 2008 y en 2011 no había repuntado la demanda. Ceres tuvo que bajar ciento cincuenta euros de cada piso, aun así tardamos un año en lograr el objetivo. Tuvo mala suerte al perder a sus dos inquilinos a la vez y tuvo fortuna en conseguir dos nuevos en el mismo mes. Aunque no ganaría tanto dinero quedó contenta.
Normalmente yo no intimaba con mis clientes, sin embargo, con Ceres hice una excepción. No era una mujer fea, lo que pasaba era que no se cuidaba como las otras treintañeras. Le tiré los trastos miles de veces, nunca conseguí ni un beso en la mejilla, siempre me saludaba con un apretón de manos. Ni siquiera vi el piso en que vivía, bueno, en realidad alquiló una habitación, convivía con un matrimonio de jubilados.
Hablar hablamos mucho, ella más que yo. Ceres me explicaba su etapa de cuando fue la ladrona de vidas, de cuando estuvo en Nigeria, su destierro en Soria y la idea que tenía para escribir, porque, según ella creía, había vuelto la hora de escribir.
Me llegó a enseñar algunos de sus nuevos relatos, pero su hogar no, ¿para qué? Leí algunos fragmentos porque todavía tenía esperanza en conseguir algo con ella, no sé si era buena o mala su literatura, me aburrió como cualquier otro libro.
Dejamos de tener contacto al año, cuando acabó mi trabajo con ella. Fuimos a tomar algo a un bar después de firmar el contrato del segundo piso, yo una birra y ella un refresco, ya que era abstemia.
Me explicó que estaba emocionada porque iba a iniciar un nuevo proyecto literario. Escribir sobre la vida de una persona con problemas, ella daría consejos de lo que tendría que hacer para arreglarlos. Pensé que era la mayor idiotez que había escuchado en mi vida, que le diera el consejo hablando, se terminaba antes.
Nunca más la volví a llamar ni la vi, perdía el tiempo con ella, no sabía quién era realmente. Nunca me habló de su familia, de sus amigos o de sus relaciones amorosas. Solo de libros, ya me avisó mi tío de que nunca me fiara de una abstemia.

9

Alquilé una habitación a Ceres por la estima que mi familia le tenía a Roberto. Mi abuelo lo ayudó cuando era un joven estudiante, desde entonces Roberto fue uno más de la familia. Nuestra relación murió cuando falleció el abuelo, mi padre se enojó con Roberto por aceptar un piso de su protector como herencia. El filólogo ya tenía un piso en propiedad, ¿para qué quería otro?
La relación se reanudó cuando Roberto se quedó solo con su hija pequeña, una responsabilidad pesada para alguien como él. Hay que tener en cuenta que tenía cuarenta y cinco años cuando nació Ceres, que tenía once años cuando yo la conocí. Mi padre era rencoroso.
Roberto mimaba a la niña, él era bueno como el bien. Ceres fue una adolescente caprichosa y una joven repelente. Cuando se vino a vivir con nosotros tenía treinta años. La muerte de su padre la había hecho madurar, no obstante, seguía siendo una persona extraña para la mayoría de la humanidad por sus pájaros en la cabeza, que intentaban rimar sus versos sin mucho éxito.
Para mí fue terapéutico que Ceres viniera a vivir con nosotros. Yo me acababa de jubilar, mis dos hijos trabajaban mucho y los veía poco. Con mi marido tenía una relación inexistente, lloré de impotencia con mi retiro al pensar que tendría que aguantarlo todo el día. Él también ya estaba en edad de disfrutar de su pensión.
No sé cómo Ceres averiguó nuestra crisis en los primeros días de convivir con nosotros. Una tarde que estábamos solas se acercó a mí para hablar del tema porque me tenía más confianza, así me lo dijo. A cualquier contacto lo llama confianza pensé yo, pero la dejé explicarse, porque me sorprendió su acertada intuición psicológica.
Habló torcidamente, con su incoherencia típica. Cuando vio que no entendía su propósito, me pidió que explicara mi vida. Me chocó tal proposición. En otro momento más alegre para mí la habría rechazado, pero me sentía mal, ahogada, con la autoestima baja. Pensé que no podía perder nada al hablar, aunque fuera a la ladrona de vidas. Le conté que nuestro matrimonio fue como tantos otros, «un campo fértil regado de promesas, que con el tiempo se desertizó porque las promesas se secaron».
Ella opinó que era normal, no tenía que torturarme por mi aburrimiento. Leyó perfectamente mi silencio, me contestó que tenía razón en que yo era bastante mayor que ella, que no tenía tanta experiencia. El lado positivo era que, al verlo desde fuera y no tener una relación íntima conmigo, podría ser imparcial.
Se explayó explicando que con mi permiso escribiría un relato. Los personajes seríamos mi marido y yo, comenzaría con nuestras existencia, luego escribiría un final alternativo que podría ubicarnos en nuestra vidas. «Una composición literaria basada en un hecho real que acaba influyendo en la realidad. Ahora tengo tiempo, ya he alquilado los pisos, solo falta firmar los contratos», concluyó.
Me quedé atónita, no me negué, tenía dudas. Le pregunté cómo lo haría sin conocer mi vida, dijo que lógicamente tendría que narrársela oralmente. Acepté, acepté porque contar los secretos a esa persona no sería como explicarla a una periodista sensacionalista, nadie le haría caso. Otra causa era que sentía curiosidad por cómo acabaría ella ese relato, cuento o lo que fuera.
Le expliqué detalles íntimos de mi matrimonio y nuestro entorno familiar y social. Estuve más de una hora, en ningún momento me interrumpió salvo cuando tenía una duda. De vez en cuando me hacía repetir alguna anécdota para que quedara bien gradaba en su memoria. Me gustó que se fijara en los pequeños detalles, para mí solo lo hacen las personas inteligentes. Me sorprendió que no apuntara nada, todo lo memorizaba. Cuando acabamos me sentí una estúpida por haber sido tan sincera, no sentí la liberación de la que hablan en las películas.
Tardó un mes en escribir el relato, me lo entregó. Eran cuarenta páginas que devoré en un día. Sus palabras escritas, aunque no duchas en literatura, aderezaron mi vida. Ceres criticó en su relato que no habíamos pasado a una relación racional en nuestro matrimonio. Según ella, él éxito de dicha institución sobrevivía décadas si vencía la muerte de la pasión y se superaba la frustración. Del «nihilismo sexual, del nada sexual al lleno personal desde un racionalismo pragmático», escribió.
Piaba mi vida como ladridos de un perro alemán. Sus críticas eran suaves como la dulzura y realistas como la dureza. Su crítica era constructiva hasta la última palabra, el final no era un final feliz made in Hollywood, tenía la misma rigurosidad que el final de la novela Guerra y Paz cuando leemos la vida matrimonial del príncipe Andréi y Natasha Rostova.
Para Ceres, el mundo era irracional, pero los humanos éramos los únicos que podíamos controlar nuestras locas pasiones a partir de ejercicios intelectuales como la reflexión, la lectura y la expresión artística. Nuestro sufrimiento podría verse desde una perspectiva positiva, una vez aceptado y la lucha interna podría fundar una nueva etapa de nuestra vida feliz hasta que se pudriera.
Era inevitable vivir en un ciclo continuo de desgracias y alegrías, disfrutar de los buenos momentos y luchar en los malos, superarlos pero sin olvidarlos, superarlos aceptándolos, que en parte era una derrota que florecía en experiencia.

Desde entonces vi a Ceres con otros ojos, de su boca expulsaba palabras vagas como luces de estrellas, que no iluminaban. Su escritura, en cambio, era un raciocinio iluminado por un sol intenso. Con el tiempo agradecí ser tan sincera con ella, salvó mi matrimonio.

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