viernes, 10 de noviembre de 2017

El sacrificio (primer fragmento)

El sacrificio

El Lunático, el Enamorado y el Poeta están todos llenos de imaginación.
William Shakespeare. Un sueño de la noche de San Juan.

1

Mis abuelos estaban tapeando en la terraza de un bar con dos amigos. Mi padre era un bebé de dieciocho meses que corría en vez de caminar, jugaba y reía alegrando el ambiente. Toni, uno de los amigos del abuelo, le dijo sorprendido:
—¡Quién te ha visto y quién te ve, Nico! —Así se llamaba mi abuelo.
—¿Por qué? —preguntó deseoso de escuchar por novena vez la respuesta.
—Tú que eras el más loco del grupo y ahora eres todo un padrazo. Cuando teníamos veinte años, o mejor veinticinco, fuiste de los pocos del grupo que nunca tuvo novia. Tú ibas a lo tuyo, no diré más detalles para que nadie se moleste. Y no sé cómo has sido uno de los primeros en ser padre.
—Bueno, Toni. Te recuerdo que a los veintiséis conocí a Patricia. Al año siguiente nos fuimos a vivir juntos, dos años más tarde nos casamos y a los treinta y uno vino al mundo Dani.
Mi padre interrumpió la conversación porque empujaba la mesa, a punto estuvo de tirar las cervezas. La abuela, como siempre atenta, evitó la tragedia. El abuelo rio, hecho que no agradó a su esposa. Sus ojos habrían golpeado a su marido pero, por suerte, no tenían manos.
Segundos después ya no estaba enojada. Ya nadie recordaba el tema de la charla. Álex, el otro amigo, inició un nuevo tema:
—Nico, a veces me pregunto cómo lo haces para poder escribir y cumplir tus responsabilidades paternales.
—No es fácil, Álex. Ahora mismo escribo mucho menos. Aprovecho cuando el niño echa la siesta. Por suerte, ya sabéis que puedo avanzar en el trabajo.
—¿Y es suficiente?
—Para escribir una trilogía, no, pero tampoco sufro por ello. Un hijo da una alegría inmensa, por supuesto que te altera y te enfada, pero son más los buenos momentos que los malos.
—Lo que yo te decía, Nico. ¡Quién te ha visto y quién te ve!
—Exagerado. —Rio el abuelo por el comentario repetitivo de Toni.
—Tienes que estar contenta con Nico, ¿no, Patricia?
La abuela no respondió a Toni. Ella estaba detrás de mi padre, el cual había quitado la pelota a un niño y se había ido corriendo por la calle como si fuera un jugador de rugby. Volvió con su hijo y le estaba riñendo, justo cuando le habló Toni. No entendía por qué dijo tal comentario. No le dio importancia y olvidó el piropo dirigido a su marido al segundo.
Intentó sentar a mi padre en el carro. Dani no paraba de gritar y mover el cuerpo con un nervio digno de un animal enfurecido. Al minuto, Patricia pidió ayuda a Nico, que estaba mirando la escena como si no fuera con él. Entre los dos consiguieron dominar a aquella personita. Fue una victoria pírrica, porque mi padre los golpeó con su arma más violenta: empezó a llorar y a gritar. Su madre quiso aguantar pero, al cabo de minuto y medio, toda la ciudad había escuchado la rabieta infantil. Derramó tantas lágrimas que podría haber subido el nivel del mar. Patricia, nerviosa, lo sacó del carro, y no le quedó otra que correr detrás del ya ruiseñor Daniel.
Sobre las cinco de la tarde, volvieron a casa. Mi abuelo iba a escribir aprovechando que el niño dormía, pero se despertó igual que una sorpresa inesperada. La abuela le pidió que cuidara de su hijo y estalló al ver su mala cara como respuesta.
—Nico, haz algo. Has estado todo el rato en el bar presumiendo de ser un buen padre. Ahora cumple con el ejemplo.
—No he dicho nada.
—Ibas a tu despacho a escribir, te conozco muy bien. Ve a por Dani, estás poco con el niño entre el trabajo y los libros.
—Ahora será mi culpa el trabajar —lo decía mientras agarraba a mi padre y se tranquilizaba.
—Trabajar hay que trabajar. Pero cuando eres padre tienes que hacer sacrificios, no de boca, sino con tus acciones.
—Está bien, está bien, ya estoy con él.
—Yo estoy reventada, me voy a la cama a echarme un rato. Estoy todo el día con el niño.
—Yo te dije que lleváramos a Dani a la guardería, pero tú no quisiste. Has cogido un año de excedencia en el trabajo, te cansas más en casa que en el laboratorio.
—Sí, creí que podría, me equivoqué. Sobre todo porque tú no cumples como muchos otros padres.
—Muchos otros padres están en el bar y yo no —chilló el abuelo. Mi padre se asustó y empezó  a llorar—. Perdona, perdona, Dani, ya está. Patricia, yo salgo poco, muy poco. Casi nunca vemos a mis amigos, tú ves más a menudo a tus amigas que yo a los míos.
—Sí, pero no es culpa mía. Tú te quedas en casa leyendo y escribiendo. Además, lo poco que sales últimamente, lo haces con otros escritores para darte a conocer. Yo salgo con el niño para despejarnos. No puedo estar todo el día metida aquí. Es bueno que vaya al parque.
—Yo voy siempre al parque con Dani.
—No aguantas tanto como yo. Además, anteayer te vio una vecina leyendo mientras columpiabas al niño. No tienes razón y se acabó la discusión. Despiértame de aquí una hora. Hasta luego, mi vida —dijo al niño.
Mi abuelo intentó dormir al niño cuando la abuela ya soñaba, no lo consiguió. El bebé pedía unos CD para abrir las cajas y estrellarlos contra el suelo. Nico en esos momentos recordaba lo fácil que era cuando era un recién nacido. Fácil, porque por la noche, era Patricia quien se levantaba para dar de mamar al bebé. Durante el día él estaba más encima de su hijo, lo cogía hasta que se dormía paseando por el piso como si fuera por la Rambla. Hablaba a mi padre para dormirlo, antes le comentaba el libro que había leído en ese momento o lo que estaba escribiendo. Incluso alguna vez, cuando estaba despierto, le recitaba algún poema de sus artistas favoritos.
Eso ya era agua pasada, pensaba el abuelo. Dani ya era un niño travieso, que dormía menos de dieciséis horas. Estaba en la edad en que el mundo era una ventana enorme con diferentes vistas. Suerte que, normalmente, a las diez de la noche dormía, o incluso antes, en su cuna. Así aprovechaba para escribir.
Pero ¿qué escribía el abuelo? Básicamente sobre las relaciones humanas, según él. Para el resto de la humanidad su prosa no era tragedia, ni drama, ni comedia, ni tragicomedia, ni ironía. A sus treinta dos años no era conocido en España, ni siquiera en su calle.
La abuela, cuando conoció a Nico, veía con buenos ojos que fuera tan pasional con la escritura, él odiaba decir que escribir era su hobby. Cuando nació mi padre, ella no entendía que esa pasión le quitara una milésima de segundo a su deber paternal. A Patricia le gustaba leer y con la ansiedad de la experiencia de madre primeriza lo dejó. Regresó al vicio cuando ya estuvo más relajada.
Tal hecho todavía no lo sabía el abuelo, ser adivino no era una de sus virtudes. En ese momento, que jugaba con Daniel, pensaba que era una lástima que una persona inteligente como Patricia no leyera, ¡ni siquiera leía sus composiciones!
Patricia trabajaba de responsable en un laboratorio de residuos, era química. Cuando mi padre cumplió un año pidió la excedencia, así que sí, seis meses le quedaban aún para volver a trabajar. Y lo echaba de menos, consideraba que fue un error por su parte, sentía haber perdido su vida. Creyó que le encantaría, pero no resultó así. Eso no significa que todos los momentos fueran experiencias negativas, ni mucho menos, era complejo de explicar, y su marido no lo entendía porque no estaba todo el día con el niño. Para Nico, el trabajo de su mujer era bueno, pero sin pasión.
Él, por el contrario, era funcionario, trabajaba en el Ayuntamiento de su ciudad, L`Hospitalet de Llobregat. No era el funcionario trabajador como el médico, profesor o policía, no, era el típico funcionario del que todo el mundo se quejaba que cobraba por no hacer nada. Él se justificaba para sí mismo de que su trabajo era un abanico para su tiempo artístico, ya que podía escribir en horario laboral. Aprobó las oposiciones por la promesa de un primo suyo de que lo colocaría en el Ayuntamiento, y así fue. No trabajaba de cara al público, sino en unas oficinas que producían a un ritmo más que lento.
No era suficiente, a pesar de su dedicación artística en el trabajo. Nico se llevaba sus escritos a casa. Cuando no podía escribir, se torturaba mentalmente cuando hablaba con Patricia o jugaba con Dani. Escribía en su cerebro caóticos párrafos y algunas bellas frases. En más de una ocasión, por miedo a perder una metáfora lúcida, la escribía en la aplicación de escritura del teléfono móvil.
Esa tarde Dani lloró cuando su padre lo ignoró porque estaba escribiendo. No lloraba a causa de que su padre estuviera en otro mundo, sino porque quería el móvil. A medida que pasaban los segundos, aumentaba el tono, tanto que despertó a la abuela.
—Nico, ¡ya estás escribiendo! —El abuelo calló, Patricia lo vio con el teléfono en las manos—. Eres muy egoísta, no piensas en mí.
—Lo siento, amor. Tenía una frase muy buena.
—¿Tanto como para joder a tu mujer?
—Lo siento.
—No me sirve que lo sientas, lo volverás hacer.
—Vete a la cama, no tocaré más el móvil, ni nada con lo que pueda escribir o leer.
—Ya me he despejado.
—Lo siento.
—¡Vete a la mierda!
La abuela se tranquilizó al cabo de unos cuantos minutos. Se sentía saturada, su marido no entendía que las musas estaban enamoradas de otro. Ella nunca lo desanimó para escribir, ahora bien, siempre fue sincera y le dijo que no tenía el don literario. Nico nunca la escuchaba, su esperanza era un vidrio que no quebraba.
Hay que saber que mi abuelo pretendía vivir de la literatura, pretendía publicar su literatura, pretendía hacer un favor a la humanidad vendiendo su prosa. Estaba convencido de que, algún día, sería entrevistado en la radio, en la televisión o en la prensa, que su persona sería tomada seriamente por los lectores.
Cuando mi padre era un preadolescente preguntó a su madre por qué Nico era tan testarudo. Mi abuela le respondió que el origen del mal era en la educación que recibió de pequeño. Mi bisabuela anuló la autoestima del chico, hiciera lo que hiciera lo desanimaban, lo llamaban tonto cuando se equivocaba y no lo animaban a superarse como persona. Además, era una mujer excesivamente protectora, lo cual no ayudó.
Nico tenía una vida social tan amplia que se quedaba estudiando los fines de semana en casa. Así descubrió la lectura, a pesar de que había tentaciones suculentas para un chico de su edad. Leer era como tener un diálogo con el autor, ambos hablaban y discutían sobre ese tema. Era el amigo que siempre le faltó.
Fue un adolescente que no estuvo tocado por la elegancia deportiva, la cual daba popularidad en el instituto, como todos sabemos. Fue víctima de burlas por parte de sus compañeros de clase o del centro. Su defensa era agilizar su inteligencia para humillar a esa gente. Desde aquella época, siempre tuvo que demostrar constantemente su virtud, demostrar que sabía mucho.
Con los años quiso expresar sus sentimientos y reflexiones, en el hogar familiar no podía, porque no lo tomaban en serio. Con los años la consecuencia fue que Nico tuvo grandes sueños en ser reconocido como un gran escritor. No era simplemente que pudiera vivir de sus escritos, no, tenía que ser recordado como uno de los más grandes. Por desgracia, su talento era un tiburón que no se movía.
Y ahí estaba Patricia, tranquilizándose poco a poco esa tarde, esperando ver el milagro de que el sueño de Nico se derramara. Pero ya no sabía qué hacer, lo había intentado todo.
Cuando mi padre tenía medio año, lo animó a presentar una novela a varios concursos literarios, no ganó ni uno. En ese período también le propuso enviar su obra a agentes literarios y a editoriales, estuvieron toda la tarde enviando centenares de correos electrónicos, nadie respondió. Incluso, al principio, lo acompañaba en la presentación de otros escritores amigos, aunque eso duró poco, ya que se aburría y él quería cada vez ir a más eventos literarios. Tuvo que frenarlo.

La intención de mi abuela no era que dejara de escribir, sino que no estuviera tanto tiempo regando en el desierto. No lo consiguió. La obsesión del abuelo era como una bruma que no le dejaba ver la realidad. Patricia ya estaba cansada aquella tarde. Por primera vez, pensó en una separación, dudaba si debía seguir con un hombre así, que se tomaba a la ligera la paternidad. Ya empezó a amortajar al amor que tenía hacia su marido.
2


Nico estaba escribiendo, vomitando su genialidad creativa, sin perder el tiempo ni en respirar. Se hablaba a sí mismo para animarse.
—Estoy más preparado que nunca para publicar. Repasando estas frases me doy cuenta de que he conseguido un gran nivel. ¡Qué emoción!
Dejó de hablar para seguir ese trabajo legendario. Palabra tras palabra enaltecía la literatura, no castellana, sino universal. Tuvo que parar de nuevo para volver a alabarse.
—¡Claro que sí! Algún día, los universitarios estudiarán mi obra. El profesor les explicará mi vida, mis ideas, mi personalidad y mis influencias para comprender mi prosa tan profunda, novela en que se mezcla la pasión irracional con una filosofía bien trabada.
—¡Nico! —Era la abuela, que le interrumpía en su momento de inspiración casi mística—. Deja de escribir y ayúdame a tender la ropa.
—Ya voy… —dijo con la desgana que diría un niño obligado a hacer las tareas de casa.
Fue al patio de luz, ellos vivían en un entresuelo. Intentó hacer rápidamente la faena, mientras cogía las pinzas repasaba mentalmente su composición. La abuela lo volvió a interrumpir.
—¿Aún no estás?
—A fuego lento se cocina mejor, cariño –dijo indignado porque él intentaba ir rápido.
—Ya. ¿Has escrito mucho?
—Bueno, para mí nunca es suficiente.
—Nico, llevas dos horas, suficiente. He dormido yo al niño hace más de una hora y estoy cocinando, tenemos que repartirnos las tareas de casa.
—Totalmente de acuerdo.
Los lloros de Dani llegaron hasta el patio de luz. Mi abuelo dejó lo que quedaba de ropa sin tender y se fue a buscar a mi padre. Parecía molesto, ya no podría escribir más, aunque se le pasó rápido con el tacto del bebé. Le hablaba de sus proyectos literarios:
—Dani, estarás muy orgulloso de tu padre cuando seas un jovenzuelo. Seré un referente mundial para todos los escritores, tú podrás decir que por tus venas corre la misma sangre. No creas que me emociono mucho, que peco de optimista o incluso idealista, no. Tu papá es realista, decir lo contrario sería practicar una falsa humildad.
—Nico, deja a Dani tranquilo con tus historias —la abuela había ido a ver cómo se encontraba el niño, escuchó el final del monólogo.
—Me comunico con mi hijo, no es nada malo.
—No, no lo es. Pero si ahora eres así, cuando vaya a primaria no quiero ni imaginar lo que le dirás.
—Ya seré famoso, él solo lo verá.
—No sé si reír o llorar.
Patricia volvió a la cocina. Mientras tanto, Nico siguió con su discurso triunfalista. Mi padre tenía mal despertar. Le pegó una bofetada por el sueño y porque su madre desapareció de su cuarto.
—Te entiendo, hijo —empezó a decir Nico—. Es como si el destino me dijera que no tengo que perder tiempo, ¡hay que trabajar!
Fue con el niño al despacho y lo dejó sentado en el suelo para seguir escribiendo, sin pensar en nada más. A los pocos segundos, el bebé lloraba, y Nico creyó haber encontrado la solución. Fue al comedor a coger la trona para Dani, pero cuando volvió él había subido el tono de sus gritos. Se calmó al sentarse en su asiento, su padre le puso unos juguetes encima de la bandeja para que jugara.
Lo que no imaginó el abuelo fue que uno de los juguetes sería impulsado por esas manitas hacia la pantalla de su portátil, que se partió tras la colisión y segundos después se apagó. El abuelo gritó un estruendoso: « ¡no! ¡No! ¡Nooo! ». Le pegó suavemente en la mano criminal. Empezó a llorar como si hubiera sufrido un golpe terrible, tanto que Patricia lo escuchó y vino corriendo. Preguntó qué había sucedido, el abuelo le explicó la verdad. Ella no reaccionó bien.
—Eso te pasa por tonto, no tendrías que haber escrito más.
—Perdona, Patricia. Pensaba que era una buena idea.
—Pues no lo es.
—Ya me he dado cuenta.
—Encima de cachondeo. Dame al niño, que no para de gritar.
—Toma —el abuelo volvió a hablar una vez libre del peso de Dani—. Escucha, cariño. No voy a escribir más hoy, ya he comprendido mi error.
—Pero mañana se te olvidará.
—No.
—No te creo. No me das motivos para creerte. ¿Qué te pasa? Antes no eras así.
—No te entiendo, cariño.
—Nico, siempre te ha gustado escribir, lo cual dice mucho de ti. Pero desde que somos padres, te has obsesionado con publicar y ser un gran escritor. Desde que no tenemos la vida social de antes te has encerrado en ti mismo. A causa de la familia vemos poco a nuestros amigos, pero tú con la escritura marginas a la humanidad.
—Ya hablamos de eso, de que tengo menos tiempo para todo. Estoy contento de ser padre, no me arrepiento de haber tenido a Dani. Y me gustaría que estuviera orgulloso de mí.
—Lo estará si crece a tu lado, si estás pendiente de él.
—Patricia, en eso tienes razón. Pero yo opino que aún estará más orgullo si soy responsable con él y un gran escritor.
—No se puede lograr algo así.
—No seas tan pesimista.
—Nico, no solo es por el niño. Quizás ya no me quieres y por eso te encierras en tu ficción —dijo la abuela para expulsar un miedo que hacía días la consumía.
—Cariño, para nada. Yo te quiero, te quiero mucho. También quiero que estés orgullosa de mí.
—Lo estaré si eres un buen padre y un buen marido.
—Te entiendo. Te pido un poco de tiempo, no mucho, ya verás cómo tengo la razón.
La conversación acabó ahí. En esos tiempos, Patricia sufría de ambivalencia. Si por una parte sentía que su amor por Nico se apagaba, por otra no quería aceptar que a él le sucedía exactamente lo mismo. Ella tenía razones para sufrir un desgaste emocional, él no.
El portátil sería arreglado en los próximos días en una tienda informática. Por suerte, solo sufrió la pantalla y no hubo ningún desperfecto grave que lamentar. Esos días, el abuelo escribió en una libreta. Solía escribir a mano, luego lo pasaba a limpio en el ordenador. Daba igual si estaba en el trabajo o en casa, su método no cambiaba.
Durante uno de esos días, el abuelo materno de Daniel fue operado de los juanetes. Patricia estuvo todo el día con él, Nico se quedó cuidando al bebé. La abuela lo llamaba cada dos horas para que su marido le diera un informe del estado del niño. Él respondía que todo iba bien, que no fuera tan mal pensada, que mi padre estaba bien cuidado.
Hasta ese momento, no la engañó. El problema vino cuando tuvo que bañarlo. No encontraba la toalla, la solía sacar la abuela. Miró en el armario del niño, no estaba. Abrió todos los cajones del piso, tampoco había rastro. El armario del matrimonio fue otro motivo de frustración. Estuvo a punto de llamar a Patricia, pero en ese preciso instante pensó que quizás estaría tendida en el patio de luz. ¡Chapó! Por fin la había encontrado.
El jabón, el champú, la crema, el pañal, el bodi, los calcetines y el pijama fueron hallados en el armario de Dani sin ningún contratiempo. Todo este proceso lo hacía vigilando los movimientos alegres de su hijo, pero peligrosos sin un control.
Lo peor de todo fue con la bañera. La dejó encima de la mesa una vez la llenó, la abuela siempre utilizaba ese método. Nico era la primera vez que bañaba a mi padre, siempre miraba como lo hacía la abuela, pero ella no le dejaba hacerlo porque no confiaba en él. Metió al niño en el agua, la temperatura era la correcta, Dani estaba a gusto. El acierto soldó la confianza que, segundos después, fue chapurreada por el niño; que movía los brazos y las piernas, mojando todo el suelo.
Nico se intranquilizó, gritaba a mi padre, aunque de nada servía. A duras penas pudo parar aquel tsunami, hasta que recordó que Patricia le daba un juguete para bañarlo sin tensión. Segundos después, la escena por fin era tranquila, ya que Dani estaba ahogando a una rana.
Nació otro problema. Se pasó con el champú, no había manera de limpiar la cabeza del niño, encharcada por aquel jugo blanco. Una y otra vez pasaba la mano como si fuera un hidroavión, que apaga un incendio. Quizás transcurrieron diez minutos hasta que, por fin, vio todo el color del cabello. ¡Y todavía quedaba limpiar el cuerpo! Manos a la obra. Frotó la piel del niño con la cantidad correcta de jabón y luego no tuvo problema para quitarlo. Había que ver el agua de la bañera, ya no era agua, no, era un pequeño lago de espuma blanca.
Dani pataleó cuando su padre lo sacó de la bañera, con lo cual mojó todavía más el suelo. El abuelo casi se resbaló de tanta agua como había en aquel pantano. Fue al sofá, allí estaba todo preparado. Lo puso encima del cambiador. Tardó veinte minutos en secar al niño y ponerle la crema hidratante. Hubo un momento en que Nico no pudo más y cogió al niño y lo movió de arriba abajo. No consiguió nada, porque se rio todavía más. El abuelo empezó a quejarse en voz alta.
—Pórtate bien, hijo. Así lo único que haces es que vayamos más lentos y no puedas jugar. Joder, menudo momento para operar a tu yayo. Tu madre siempre tiene mi ayuda, pero yo no tengo a nadie. Así que te pido, por favor, que cambies tu comportamiento, si no, lo escribiré y cuando seas mayor te avergonzarás porque todo el mundo sabrá lo mal que te portabas. Para entonces, yo ya seré reconocido como un gran escritor.
La terrible amenaza del abuelo no provocó el efecto deseado. Minutos después, que le parecieron un viaje en el universo infinito, Dani ya estaba vestido corriendo por el suelo. Nico fue un buen padre y evitó que fuera por la zona mojada, para que no resbalase. Lo fregó como pudo, así superó otra dura prueba a trancas y barrancas.
Llegó el momento de la cena, ¡y Patricia sin dar señales de vida! No obstante, ella ya le había dejado la comida preparada, solo tenía que calentarla en el microondas. En realidad, Nico nunca había preparado la comida del bebé, siempre lo hacía la madre, porque para eso gozaba de un año sabático. Al menos, así pensaba el abuelo.
Sentó al niño en su trona. Intentó darle de comer, pero él no quería. Nico se quejaba al niño de que siempre comía con su mamá y con él no. Que fuera la primera vez no era una excusa. Dejó el plato con la cuchara en la bandeja, ya que había perdido la esperanza en que comiera. Entonces sucedió el milagro: Dani agarró la cuchara y como pudo cogió aquella comida triturada. Abrió la boca y se metió el manjar exquisito. Su padre chilló de alegría, había dado un gran paso, realmente él no había enseñado nada a su hijo, pero no importaba. Sentía que era un padre y un escritor excepcional.
Al ser la primera vez, el niño se ensució, también manchó la trona y el suelo. En ese momento, llegó Patricia. Nico creyó que se enfadaría al ver ese caos, aunque sucedió todo lo contrario.
—¡Guau, Nico! Muy bien, Dani come solo. ¿Cómo lo has hecho?
—Yo no lo mimo tanto como tú —respondió altivo.
—Al ser la primera vez, lo ha ensuciado todo. Bueno, no pasa nada, ya lo limpio yo.
—Sí…
El abuelo se quedó tranquilo al ver que no se había enfadado por el desastre del comedor. Dani lloró hasta que no volvió a ver a su madre. Ya no quería comer solo, Patricia acabó dándole la cena. Al final le tocó a su marido barrer, le explicaba lo mal que lo había pasado, confiado en que ella estaba contenta y no se quejaría.
—Claro, yo estaba solo. Tú, en cambio, me tienes a mí.
—¿Cuántas veces me has visto dejar la toalla en el patio de luz? Yo creo que muchas, pero no te fijas porque estás pensando todo el día en tus escritos.
—Tú no me dejas hacerlo —se defendió, consciente de que había enojado a la abuela.
—Porque estás con el niño y a la vez escribiendo o leyendo.
—Hoy no.
—Y me lo echas en la cara, Nico.
—Para nada.
—Indirectamente, sí. ¡Ya has terminado, cariño! ¡Muy bien! —Sacó de la trona al niño, entonces se dio cuenta de que su marido había barrido poco—. Tanto hablar y no has hecho casi nada, el suelo aún está sucio.
—Ahora lo hago, cariño. Tendrías que estar contenta.
—¿Por qué?
—Porque me he entretenido en hablar y no en escribir o leer. Es un paso importante para mí.
—No seas tan irónico, que no te pega.
—La gente cambia.
—Ya, Nico. —Miró seriamente a mi abuelo. Dani ya estaba en el suelo e intentaba coger la escoba para jugar con ella. Nico intentaba evitarlo mientras la escuchaba—. De aquí a dos meses vuelvo a trabajar. Espero que la experiencia de hoy te haya ido bien para coger confianza en ti mismo. Si no te he dejado más responsabilidades con Dani es porque, realmente, sé que no te lo tomas tan en serio como la escritura. A partir de ahora eso se ha acabado, dentro de poco yo estaré poco tiempo en casa. No podré sola con la casa y el niño.
—Yo me lo tomo en serio.
—Te lo tomas en serio, pero más la escritura. Han sido muchas las ocasiones en que yo he echado una siesta con Dani. Tú te quedas escribiendo en tu despacho, pierdes el sentido del tiempo y nos despiertas tarde. Luego cuesta que el niño salga de la modorra, cuando lo hace, ya se duerme tarde.
—Pues si no puedes confiar en mí ponte la alarma del móvil.
—Es un poco, triste, ¿no crees?
—¡Patricia! Nadie es perfecto. Últimamente discutimos mucho —hablaba mientras daba vueltas para continuar barriendo y el niño le perseguía.
—Pórtate bien, Nico.
—Yo me porto como siempre, aunque tú no lo creas. Lo que pasa es que han cambiado tus expectativas. —Mi padre empezó a llorar, ya que no conseguía la escoba.
—Porque soy madre y tú, padre. Somos padres, es lógico que mis expectativas hayan cambiado. ¿Tanto cuesta de entender?
—Lo que a ti no te entra en la cabeza es que se puedan con las dos responsabilidades.
—Lo que a mí no me entra en la cabeza es que iguales la escritura con la responsabilidad paternal.
—No la igualo, Dani es más importante… ¡Para!
El abuelo no aguantaba más el juego de su hijo. Le pegó un cachete débil en las nalgas, algo que no le hizo nada de gracia a la abuela. Cogió al niño, se fue con él a su cuarto para tranquilizarlo y jugaron con sus juguetes.
El escritor dejó el suelo impecable. Sin decir nada se fue a su despacho para continuar con la construcción de su novela, creía que se lo merecía. Empezó a revisar lo escrito el día anterior y volvió a hablar en voz alta:
—No he estado tan inspirado como la semana pasada. Tengo que rehacer todos estos últimos párrafos. Soy consciente de que así no llegaré lejos en la maratón. ¿Qué dices tú? ¡Cállate! No me molesta mi familia para nada. ¡Vete de aquí! Menos mal que ya se ha ido, ¡qué pesada! Siempre molesta y viene cuando estoy con la moral baja, cuando mi prosa sufre una crisis. Venga, Nico, anímate, mejor retroceder que estropear el buen inicio de la historia. Lo conseguiré, lo haré muy bien.